Maite  Vizcarra

El 2022 ha sido un año muy duro. Como suele pasar, el impacto de las cosas que suceden en lo nacional también se matiza con nuestros propios devenires personales. Por decir algo, para mí el 2022 ha sido muy triste. No solo por los dramas propios de la inestabilidad política, sino también porque mi madre falleció inexplicablemente. Porque la muerte de quienes nos parecen interminables siempre será inexplicable.

Cuando muere uno de nuestros padres a una prolongada, se acaba con una era y empezamos a pensar –prematuramente– en temas como el legado, la impronta y la trascendencia. Todas esas cosas matizadas, además, en medio de tiempos en donde la aceleración es la norma como efecto de lo digital: podemos estar en varios sitios y hacer varias cosas paralelas en lapsos elásticos.

Pensar en el legado de quienes nos adelantan en el tiempo no solo tiene que ver con lo personal. También tiene que ver con lo comunitario o social. Mi madre falleció sobre los 70 años inmersa en múltiples actividades y emprendimientos. Y mi padre, viudo ahora, está sobre los 80, navegando en medio del duelo y una serie de metas que desea desenvolver en el 2023.

Estar más en contacto con personas como mi padre me ha llevado a pensar últimamente en ‘rol models’ públicos que pueden ser calificados como sus congéneres. Pienso, entonces, en el inefable expremier Aníbal Torres y su legado. Básicamente, un discurso orientado a ensalzar heridas nacionales identificando antagonismos innecesarios.

¿Ha dejado Aníbal Torres una impronta? Por lo general, la impronta se define en base a un público objetivo. Y cuando de personas que ostentan cargos públicos se trata, la impronta suele ser de amplio espectro. Por ello, no deja de ser polémico que ‘seniors’ como Torres soslayen esta situación y olviden que siempre tendrán pupilos directos e indirectos, que siempre valorarán sus actuaciones, aún sin su conciencia.

Y sobre los legados, ya que estamos por empezar un nuevo año, habría que pensar más sobre lo que significa mantenerse actual en tiempos de incertidumbre.

Porque, en verdad, somos una sociedad sin edades. Los tiempos cronológicos ya no se condicen con nuestras nuevas habilidades digitales y mayores posibilidades. Mi padre octogenario es un ‘heavy user’ de YouTube, desde donde ha retomado el hábito de componer música mirando tutoriales colocados ahí.

Miro a mi padre e inevitablemente me pregunto: ¿qué voy a hacer yo con tanta vida cuando me toque?

¿Qué hacemos con esos 35 o 40 años más de vida que la ciencia y el desarrollo económico conceden a las nuevas generaciones? ¿Cómo aprovechar la fuente potencial de riqueza que significan las personas mayores? ¿Qué cambios en la organización social, familiar, laboral y empresarial son necesarios? ¿Es lógico que la jubilación siga siendo a una edad tan joven como los 65 años? ¿Es adecuado que se produzca como una ruptura radical y completa del mundo laboral y no como un proceso gradual?

¿No sería conveniente que fuésemos preparando desde ahora algún escenario en el que dejemos de identificar a la vejez con la decrepitud y, más bien, la orientemos a un nuevo paradigma de vida?

En cuanto a mí, desde hace un buen tiempo, cuando llegué a los 45, empecé a autodefinirme como una persona ‘perennial’ –en inglés–; es decir, ese grupo de gente que, sin importar su edad cronológica, se caracteriza por un estado mental que las define como bien informadas, curiosas, amigas de la tecnología y en permanente estado de florecimiento.

Si no hay metas para el 2023, empiece por esta y anímese a ser un ‘perennial’.

Maite Vizcarra es tecnóloga, @Techtulia