Editorial El Comercio

“Tenemos que trabajar la reconstrucción con cambios, no podemos mantener las cosas como estaban, las quebradas donde la gente vive con peligro para su vida, las calles con huecos, las casas apiñadas, los pueblos sin agua, todo eso tenemos que cambiar”. Esas fueron las palabras –con llamado a la acción– del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski en abril del 2017, luego del devastador fenómeno de costero del verano anterior. Seis años después, es evidente que los avances fueron exiguos. Ello es cierto no solo respecto del cierre de brechas básicas de infraestructura para servicios públicos, como agua o desagüe, sino también de las obras de prevención necesarias para mitigar el potencial daño de excesivas.

El ciclón Yaku viene demostrando que, a pesar del tiempo transcurrido, el norte se mantiene altamente vulnerable a eventos climáticos que traigan precipitaciones más intensas de lo usual. De acuerdo con el Instituto Nacional de Defensa Civil (Indeci), desde el inicio de la temporada de lluvias han fallecido 58 ciudadanos. Un número similar de personas están heridas, y hay ocho desaparecidos. Los damnificados superan los ocho mil. Las regiones de la costa y la sierra norte han sido las más afectadas.

Si bien la fuerza de las lluvias no ha tenido precedentes en regiones como Lambayeque y La Libertad, también es cierto que buena parte de las tragedias podrían haber sido evitadas o minimizadas con mejor preparación en temas elementales. Trabajos básicos de descolmatación de ríos, fortalecimiento de sistemas de drenaje, administración de las cuencas de ríos con potencial de desborde, entre otros, debieron bajar la concentración de agua. Otros más difíciles, como el reasentamiento de poblaciones en zonas de alto riesgo, están aún más lejos de completarse. Recientemente, de hecho, el gobierno extendió por un año más la vigencia del acuerdo G2G con el Reino Unido para terminar con la reconstrucción del norte. Estas obras “urgentes”, como se sabe, se planearon hace casi seis años.

Nada de esto era imprevisible. El ciclón es un fenómeno poco usual; las lluvias no lo son. Eso hace especialmente grave la indolencia de las autoridades. Por ejemplo, en Tumbes, posiblemente la región más afectada, el gasto en inversión para la “reducción de la vulnerabilidad y atención de emergencia por desastres” del gobierno regional durante el 2022 fue de apenas el 23% de su presupuesto. En Lambayeque ascendió al 39%.

La situación de emergencia está lejos de terminar. Distritos del norte permanecen inundados, con enormes riesgos para la salud y daños diarios a la infraestructura pública y privada. Además, el presidente ejecutivo del Senamhi, Guillermo Baigorria, anticipa que Lima Metropolitana sufrirá fuertes lluvias hasta el 16 de marzo. La lluvia que se vivió el viernes en la capital es poca cosa en comparación con los niveles que proyecta el Senamhi. Ello podría activar “todas las quebradas que tenemos en Lima”, según Baigorria.

Desde el centro poblado Puerto Pizarro, en Tumbes, la presidenta Dina Boluarte indicó que “el gobernador y los alcaldes no tienen cómo afrontar de manera inmediata y el Estado tampoco porque no tenemos maquinarias, autobombas, no tenemos cómo afrontar este sistema de lluvias porque se abandonó realmente al Estado”. Su evaluación es justa, pero con dos matices. El primero es que ella también formó parte de un gobierno que durante año y medio no hizo nada por fortalecer el Estado. Y la segunda es que, a pesar de las negligencias acumuladas por décadas, la capacidad de respuesta inmediata del Gobierno hoy sigue siendo fundamental para mitigar el desastre. Luego del mal manejo de las protestas sociales de los últimos meses, esta es la segunda prueba seria de gestión que le toca a la administración de Boluarte, y una nueva oportunidad para demostrar que ella y su equipo están a la altura de las circunstancias.

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