En un discurso de 4 minutos, Trump criticó la "burocracia y mala gestión" de la ONU, pero reconoció su "gran potencial". (Foto: EFE)
En un discurso de 4 minutos, Trump criticó la "burocracia y mala gestión" de la ONU, pero reconoció su "gran potencial". (Foto: EFE)
Ian Vásquez

El presidente Donald Trump se ha ido a las Naciones Unidas esta semana para participar en las reuniones anuales de la asamblea general. Durante la campaña, Trump declaró que la ONU “no es una amiga de la libertad. Ni siquiera es amiga de Estados Unidos” y se quejó de su “absoluta debilidad e incompetencia”.

Ayer, en el primer día de las reuniones, su tono cambió. Habló del potencial de la ONU y de la necesidad de trabajar en conjunto. Fue sensato a la hora de endosar reformas a la organización y pedir, por ejemplo, que “cada misión de paz tenga metas claramente definidas y criterios medibles para evaluar el éxito”.

Trump es impredecible y frecuentemente inconsistente, por lo que todavía podemos esperar anuncios poco diplomáticos y hasta hostiles respecto a la organización. Pero es posible que esté aprendiendo que la ONU no es tan importante como lo suponen sus críticos más severos ni sus defensores más fervientes. La verdad es que la ONU es, cuando menos, una mediocridad: hace muchas cosas muy mal y a veces las hace bien. Como en tantas instituciones internacionales, detrás de su fachada idealista se refleja el poder político de sus miembros. Estados Unidos, como los demás países, utiliza a la ONU cuando le conviene, y la ignora cuando no.

Esa realidad explica tanto la ineficiencia de la ONU como la actitud de Trump. Que la ONU sea un vehículo de poderío político internacional muchas veces distorsiona sus funciones. ¿Cómo explicar que su Consejo de Derechos Humanos incluya a un sinnúmero de dictaduras como las de China, Cuba, Egipto, Arabia Saudí, Venezuela y demás? Fueron votados, valga la ironía, por la asamblea general, que a su vez se compone de numerosos regímenes no democráticos y de otros países que basaron sus votos en su crudo interés nacional. No debería sorprendernos. Así funcionan las relaciones internacionales.

Hay muchos ejemplos más. Un estudio del profesor Richard Wagner encontró que los gastos de la Organización Mundial de la Salud reflejaban las prioridades de salud de los países ricos que la financian. Por otro lado, la ONU fijó 169 metas de desarrollo humano hace dos años como si los grandes avances de la humanidad se debieran a sus declaraciones y programas, en vez de a factores independientes como la tecnología y las propias políticas de cada país. De la misma manera podríamos criticar a los programas de ayuda externa de la ONU que gastan mucho pero no promueven el desarrollo, a la corrupción endémica dentro de la organización, a las políticas forzosas de control poblacional que ha apoyado, y mucho más.

No es que la ONU no haga nada bueno. Ha jugado un papel importante en la erradicación de la viruela, por ejemplo, y ciertas de sus misiones de paz sí han tenido éxito. Pero es precisamente su ineficacia general lo que la hace un blanco de críticas justificadas durante una campaña electoral. Y su carácter político la convierte en un vehículo del que un presidente puede a veces aprovechar.

Trump logró que el Consejo de Seguridad respaldara medidas más severas contra Corea del Norte. Su deseo de abandonar el acuerdo con Irán sobre sus actividades nucleares será más difícil de materializar, ya que incluso los aliados que para ello necesita no coinciden en esto con Trump. La ONU puede facilitar un foro para discutir temas importantes, pero pocas veces determina las decisiones de los países. Por eso, Trump retiró a EE.UU. del acuerdo climático de París sin consultar con la ONU. Su actitud esta semana será un mero reflejo de la poca importancia relativa de ese organismo.