Siempre zombi, nunca renacida, por Patricia del Río
Siempre zombi, nunca renacida, por Patricia del Río
Patricia del Río

Cuando César Acuña lanzó su candidatura, cierto sector de la población arrugó la nariz con cara de ¿y este qué se cree? Lo tildaban de informal, de haber construido su futuro político sobre la base de su negocio de universidades, lo acusaban de clientelista, y de representar cierto Perú chicha y advenedizo. Hay que reconocer que, en un inicio, las críticas giraban más en torno de prejuicios que de cuestiones objetivas. Al poco tiempo, sin embargo, lo que parecía simple miedo al candidato que venía de abajo empezó a arroparse de denuncias serias: seducción y embarazo de una menor de edad, compra de votos y la lluvia de plagios y más plagios.

No habían pasado ni dos semanas desde su subidón en las encuestas y el beneficio de la duda ya no era aplicable para el candidato de Alianza para el Progreso. Las certezas se imponían a las dudas, y las pruebas dejaban en posición adelantada, uno a uno, a todos los que de manera oportunista, o convencidos del proyecto Acuña, se habían acercado a su candidatura (o a sus negocios, que es lo mismo pero no es igual). Algunos se alejaron rápido, otros desaparecieron de la foto (a Fernando Andrade, Marisol Espinoza y Humberto Lay dejó de vérseles en mítines y medios), y hasta el asesor que se creía todo lo podía (Luis Favre) se dio por vencido y salió despavorido en busca de un candidato menos “tramposo”, digamos.

Quien no se movió del lado del Chato fue la otrora defensora de la democracia Anel Townsend, una de las políticas más respetadas del país a quien de pronto ya no le importó pasearse por radios, canales, calles y plazas, recibiendo pullas, huevos, cebollas y preguntas imposibles de contestar. La Anel de Acuña se convirtió en un zombi político, en un cadáver caminante al que daba miedo acercarse por temor a que su inconsecuencia fuera contagiosa. Las hipótesis sobre por qué Anel Townsend se destruía a sí misma eran aún peores: unos decían que era por dinero, otros señalaban que estaba esperanzada en que una vez elegido Acuña lo vacaran por incapacidad moral, y así ella se convertiría en la primera presidenta del Perú. Argumentos casi tan difíciles de creer, como de entender su comportamiento. 

Hace unas semanas, sin embargo, a Anel Townsend se le presentó la posibilidad de enmendar tantos errores y horrores. Ante la renuncia del candidato a la vicepresidencia Humberto Lay, la candidatura de Acuña no solo quedó debilitada sino herida de muerte. Si Anel se le hubiera sumado en la partida, la sostenibilidad de un candidato sin plancha se hubiera hecho imposible o muy difícil. Hubiera quedado en claro que estaba solo y el Jurado Nacional de Elecciones hubiera podido declarar la candidatura de Acuña inviable. Pero eso no ocurrió. Anel dejó su candidatura del Congreso y decidió conservar la de la vicepresidencia para que fuera el pueblo el que elija lo que ella es incapaz de decidir.

Hubiera sido mucho más interesante que, como un gesto de decencia, Anel Townsend forzara con su renuncia la caída de la candidatura de Acuña. Pero se chupó. O aceptó un trato. O equivocó una vez más su concepto de democracia. Y a diferencia de Leo DiCaprio, se dejó devorar por el oso y dejó pasar su última oportunidad de ser una renacida de la política para seguir siendo una zombi.