La ley del servicio civil se aprobó el martes entre violentas manifestaciones de los sindicatos opositores. Estos, durante semanas, no tuvieron empacho en tomar calles y bloquear carreteras a lo largo del país –atropellando así los derechos del resto de ciudadanos– para hacer escuchar su voz. Pero, por fortuna, la estrategia de “quien más grita gana” no tuvo éxito y el Congreso aprobó la que hasta el momento es la reforma más importante del gobierno del señor Humala: introducir la meritocracia en el servicio público.

El mayor logro de la ley es crear un sistema donde más de 502.000 de los aproximadamente 1’300.000 trabajadores estatales podrán ser evaluados periódicamente. Así, quienes salgan bien calificados tendrán más chances de recibir ascensos, mejores sueldos y capacitación. Y quienes salgan desaprobados en las evaluaciones tres veces seguidas serán despedidos. ¿Quién gana? Pues los ciudadanos, que serán atendidos por funcionarios de mejor nivel. ¿Quién pierde? Pues los empleados públicos que realizan un mal trabajo. Tan simple y justo como eso.

No obstante, los sindicatos y varios parlamentarios –haciendo gala de un esfuerzo digno de mejor causa– siguen en pie de lucha para mantener el statu quo. Quieren lograr que el criterio que se siga utilizando para que alguien progrese en la carrera pública sea, simple y llanamente, estar sentado en su silla el suficiente tiempo para que eso suceda. Y, para tener cómo defender su posición, los opositores de la ley decidieron atribuirle defectos que esta no tiene.

Se ha dicho, por ejemplo, que los trabajadores públicos no podrán pedir mejoras remunerativas. Esto es falso, pues, como mencionamos, ella crea una carrera que permite a los empleados acceder a mejores sueldos y condiciones. Lo que sucede es que, para hacerlo, ahora tendrán que demostrar que los merecen.

Por otro lado, se ha repetido como disco rayado que la norma permitiría que se implementen despidos masivos como en los noventa. Pero, como bien ha señalado el experto laboralista Jorge Toyama, por más que uno busque en la norma no encontrará disposiciones que permitan esto.

Asimismo, se ha denunciado falsamente que la reforma recortaría los derechos de los trabajadores que hoy ya laboran en el sector público. Para empezar, el régimen de la nueva ley ofrece más beneficios laborales que aquellos de los que actualmente gozan los 218.066 trabajadores que tienen un contrato administrativo de servicios y los 198.273 trabajadores en el régimen del Decreto Legislativo 276 (no es casual que el Estado tenga que invertir S/.2.328 millones en la reforma). Por su parte, los 85.796 trabajadores que se encuentran en el régimen del Decreto Legislativo 728 pueden elegir mantenerse en su situación actual sin afectar sus derechos adquiridos, si consideran que no les conviene el nuevo sistema. Eso sí, claro, no podrán ascender porque no podrán demostrar que lo merecen.

El único aspecto de la ley que resulta discutible es que no se puedan pedir aumentos salariales en las negociaciones colectivas, pues esto podría colisionar contra convenios de la OIT. Pero, en el supuesto de que eso se cuestionase ante el Tribunal Constitucional y que este determinase que eso es así, solo se invalidaría ese extremo de la norma, mas no toda la reforma.

No nos confundamos. En esta discusión no se encuentran los trabajadores de un lado y el gobierno del otro. Realmente, en una esquina están los ciudadanos que desean un Estado más eficiente y responsable y, en la otra, un grupo de burócratas que cree que tiene derecho a que los peruanos les sigamos pagando independientemente de la calidad del servicio que brinda. De lo que trata la reforma es de cambiar una situación que nos ha llevado a que, para muchos ciudadanos, lidiar con el Estado equivalga a enfrentar a un enemigo. La misma situación que hace que, según el Reporte Global de Competitividad, el primer obstáculo para hacer negocios en el país sea la ineficiencia de la burocracia estatal (incluso sobre el crimen o la inestabilidad política). Y es una frescura que se ataque un buen intento de transformar en un verdadero servicio civil lo que hoy es en muchos casos solo una beneficencia para los malos trabajadores.