Ha vuelto a aparecer una iniciativa de ley con nombre propio en el Congreso que, una vez más, ni siquiera se ha preocupado por disimular su direccionalidad.

El nombre propio, por si lo anterior fuese poco, es uno ya habitual en este tipo de noticias: el de un grupo económico que parece haber descubierto en el Parlamento –legislatura tras legislatura– una especie de genio de la botella que él puede convocar cada vez que necesita hacer realidad alguno de sus deseos –y exceptuarse de las reglas que rigen al resto de los peruanos–.

Así, durante ocho años, el grupo Oviedo logró ni más ni menos que siete veces seguidas el Congreso renovase una ley que otorgaba a sus diversas empresas azucareras el derecho de no pagar sus deudas (incluidos los S/.340 millones que debía a la Sunat). Y ahora ese mismo grupo ha “visto” aparecer en nuestro Legislativo la antes aludida iniciativa legal, la misma que en la práctica permitiría desaparecer la deuda de S/.20 millones que una empresa suya tiene con Essalud.

Es importante hacer notar cómo estos actos de mercantilismo tienen consecuencias que van más allá de las ganancias que ocasionan a sus promotores y de los correspondientes daños que causan a los competidores de estos (quienes, por ejemplo, sí tienen que pagar sus impuestos). En efecto, este desembozado mercantilismo supone también peligros para la democracia y para el modelo económico que con tanto esfuerzo –y tan buenos resultados– venimos construyendo los peruanos en los últimos años.

El tema de la democracia es claro. Pocas cosas desprestigian más a las instituciones públicas que su uso para servir a negocios privados. La sensación de timo que queda en los contribuyentes –y en general en los votantes– cuando ven que los entes que ellos subvencionan y llenan con sus representantes se dedican a usar la ley de todos para establecer los privilegios de algunos no debe ser subestimada. De hecho, más de una vez en la historia ha sido causa de notables patadas a los tableros de las democracias.

El peligro para el modelo, por su parte, también es directo. No en vano todo este tipo de arreglos suelen ser considerados vicios propios del mercado libre. El sentido común suele ver en ellos la expresión más directa de un sistema que existiría “para servir a unos pocos” a costa de todos los demás.

Lo anterior pese a que, en realidad, el mercantilismo es la antítesis de lo que el mercado requiere para funcionar bien. En un auténtico mercado libre lo único que puede hacer la diferencia en los destinos de las empresas es la medida en que los consumidores escojan sus productos. De esa forma las que son más eficientes (las que producen las combinaciones de calidad-precio que más satisfacen a los consumidores) ven premiados sus esfuerzos en sus bolsillos y así reciben los incentivos para seguir por el camino en el que vienen: usando los recursos con los que trabajan de la forma en que sirvan para satisfacer la mayor cantidad de necesidades posibles. En cambio, cuando se introduce la trampa del mercantilismo, no gana en el mercado quien es más eficiente, sino quien tiene de su lado al Estado, perdiéndose, por tanto, las razones para que las personas se esfuercen e inviertan en dar a los recursos existentes el uso que ocasione su mayor aprovechamiento.

El mercantilismo, en fin, es la peor de todas las formas de estatismo. Como todas, usa el poder del Estado para intervenir en la economía y distorsionar lo que las personas, de otra manera, hubieran escogido en ella. Pero, a diferencia de las demás, no puede alegar que lo hace en busca de un bien común. Es, pues, mucho más un desparpajo que un error. Y como tal debe de ser tratado.