Ya con ocasión de los anteriores debates sobre la posibilidad de un indulto a Alberto Fujimori hemos dejado sentada nuestra posición respecto a la existencia de esta gracia en nuestra Constitución –y, por cierto, en las de muchas otras democracias–. Así, hemos dicho que se trata de un rezago monárquico que no tiene por qué existir ahí donde se supone que manda una ley igual para todos y no el criterio personal de un hombre decidiendo según su leal saber y entender la suerte de cada cual. Es decir, no debe haber lugar para poderes discrecionales ahí donde se supone que todos los que están en la misma situación deben tener garantizados los mismos derechos.
Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que no creamos que un régimen legal civilizado no deba contener un camino para impedir que las personas mueran o agonicen en prisión: en un régimen así la crueldad debe ser el patrimonio exclusivo de los delincuentes. El punto es que este camino no debe ser el de un poder discrecional (como el que supone el indulto, pese a todo lo que se dice), sino el de una ley que garantice que todos los que estén en las mismas situaciones obtendrán el mismo trato; que objetive lo más posible la manera de comprobar estas situaciones, poniendo como el filtro final del proceso a un juez y no a un político; y que dificulte así que quienes tienen más poder reciban un trato diferente –por ejemplo, a cambio de un apoyo partidario–.
Dicho esto, tampoco pensamos que mientras no exista esta ley deban ser dejadas a su suerte las personas a las que ella abarcaría, pagando en su propia carne el precio de nuestras imperfecciones institucionales. Mientras no tenga un camino mejor, el Estado sí debe usar el indulto para personas en situaciones así –como de hecho lo hace periódicamente con grupos de reos anónimos–, pero aplicándolo con los mismos estándares que garantizaría una ley como la que mencionamos. Esto es, dándoselo a todos los que estén en la misma situación y solo luego de un proceso de verificación independiente que no deje dudas sobre la misma.
Únicamente si cumpliese con estos requisitos, este Diario estaría de acuerdo con un indulto a Fujimori. Y usamos el condicional porque no nos parece, por lo pronto, que a la fecha haya quedado clara la verdadera situación médica del ex presidente, con todas sus implicancias.
Esto significaría, es importante precisarlo, que Fujimori saldría de prisión no porque no sea un delincuente –el indulto no borra la condena, solo perdona la pena– ni porque los grandes aciertos que sí tuvo su gobierno de alguna manera “compensen”, como tantos pretenden, los numerosos y serios delitos que cometió. Afortunadamente, no existe algo así como un “pase para delinquir” que, haciendo suficientes méritos, uno pueda conseguir en los estados de derecho.
Tampoco saldría porque su condición de ex presidente le confiera una dignidad especial que lo haga merecedor de un trato privilegiado. Si algo hizo Fujimori fue destruir la dignidad del cargo que ostentaba y que usó, entre otras cosas, para comprar periodistas, congresistas, alcaldes, generales, prensa chicha, magistrados, firmas falsas, empresarios, partidos, y hasta una indemnización de 15 millones de dólares para su asesor-narcotraficante: el mismo que juró durante años que lo había traicionado pero al que, en un despliegue antológico de descaro, acabó guiñándole el ojo frente a cámaras, en vivo y en directo, años después (luego, esto es, de haber renunciado por fax a la presidencia y de haber descubierto que, después de todo, sí era japonés, postulando consecuentemente para una curul en el Senado nipón).
En suma, si Fujimori es indultado luego de comprobarse que padece una situación médica extrema, este indulto no debe darse como un reconocimiento a su trayectoria, sino a pesar de esta y solo porque el Estado Peruano no debe mostrar, frente a su situación humana, el mismo cinismo y la misma insensibilidad que él tantas veces desplegó desde el poder.