En julio de este año llega a su fin el régimen laboral especial establecido por la ley mype, aprobada en el 2003. Esto quiere decir que a partir de julio las microempresas que se inscribieron y formalizaron en el Ministerio de Trabajo entre el 2003 y el 2008 tendrán que pasar al régimen laboral general o simplemente retornar a la informalidad. Lamentablemente, podemos predecir el resultado: la mayor parte de ellas se verá obligada a ubicarse en la oscuridad de la informalidad ya que no podrá asumir el costo que implica cumplir con el régimen general.

Y es que dicho régimen general vuelve al Perú uno de los países en los que la formalidad laboral tiene un precio bastante elevado: los costos no salariales del trabajo ascienden a alrededor de 64% del sueldo. Es decir, por cada 100 soles que se le paga a un trabajador, hay otros 64 que deben abonarse por diversos beneficios sociales. Y a eso se suma que el costo y la dificultad de despedir trabajadores hacen de nuestro régimen general uno de los más rígidos del mundo.

La misma historia de la ley mype muestra lo difícil que ha sido a lo largo de los años para las microempresas y pequeñas empresas cumplir con los altos estándares legales existentes. La versión original de dicha ley rigió hasta el 2008, año en que fue modificada por otra que mejoraba los beneficios para las microempresas. La razón detrás de los cambios fue que pese a las reducciones en el costo de la formalidad laboral establecidas en el 2003, a fines del 2007 solo se habían inscrito 32 mil microempresas, apenas el 4% del total de microempresas con trabajadores asalariados existentes en el país, y el 0,6% del total de microempresas (incluyendo las unipersonales y las que emplean trabajo familiar no remunerado).

La lección de esta historia, sin embargo, parece no haber sido aprendida, pues ahora se quiere que dichos negocios salten la misma valla que todos sin tener en cuenta las consecuencias: si esas 32 mil empresas tienen en promedio 5 trabajadores, estamos hablando de 160 mil trabajadores que podrían perder todos sus derechos laborales si las empresas que los contratan toman la penosa decisión de volver a la informalidad por no poder soportar los costos.

Un destino similar podrían esperar gran parte de las más de 100 mil microempresas y pequeñas empresas que se acogieron a la segunda ley mype (la del 2008). Y en este caso no sería porque caduque plazo alguno, sino porque desde el momento en que estas crezcan al punto de convertirse en medianas empresas, tendrán que dar también el salto mortal para incorporar a sus trabajadores al régimen de la ley general de trabajo. Una trampa de la que pocas se salvarían. Salvo, por supuesto que decidan permanecer siempre pequeñas o subdividirse para burlar la ley, lo que por supuesto reduce su productividad y su capacidad de generar nuevos puestos de trabajo.

Ahora, no creemos que la solución pase por prorrogar o crear nuevos regímenes especiales. Más bien, es hora de reformar la ley general de trabajo a fin de permitir la incorporación de los trabajadores de las microempresas y pequeñas empresas y de aquellas que pasan a ser medianas. Hay que bajar la valla para todos, pues si logramos reducir los costos no salariales del trabajo será posible que haya más empleo y que los sueldos sean más altos. Lo ideal sería introducir más flexibilidad y al mismo tiempo más seguridad, como ocurre en países como Dinamarca. Allí la gente puede salir de un empleo con facilidad, pero está protegida con un seguro y es capacitada hasta que encuentra un nuevo empleo (lo que ocurre rápidamente debido precisamente al alto grado de flexibilidad laboral).

Pero no es a eso a lo que apunta la política laboral del gobierno. Este se concentra en volver la contratación laboral más rígida y costosa, lo que favorece solo a los que ya están en el régimen general. Ha dado, por ejemplo, una Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo que es excesiva y draconiana, una norma de arbitraje potestativo que no favorece el entendimiento. Con esto quizá atienda compromisos electorales con un pequeño sector de trabajadores ya relativamente privilegiados, pero parece no advertir que con ello, al mismo tiempo, aleja cada vez más a la gran mayoría de trabajadores del Perú del acceso a derechos laborales básicos. Así el régimen de trabajo que promueve el gobierno tiene un solo calificativo: excluyente.