Hoy es un día importante para Azul Rojas Marín. Su caso es de esos que los abogados llamamos “emblemático”, es decir, uno que representa centenares de episodios similares pero que la justicia terrenal no alcanzó a resolver. El 25 de febrero del 2008, Azul fue detenida de manera arbitraria y luego violada por un grupo de policías de la comisaría de Casa Grande en La Libertad. Azul es una mujer trans, víctima de tortura a causa de su orientación, expresión e identidad. Y los responsables de ese crimen siguen todavía libres. Tras una larga batalla judicial, los magistrados de la Corte Interamericana de Derechos Humanos la escucharán por fin, 11 años y 6 meses después de aquella madrugada. Pero hoy es un día clave no solo para Azul, sino para el Perú. En realidad, para toda esta región. Nunca antes un caso de violencia sexual contra un miembro de la población TLGB había llegado hasta esa instancia internacional. Nunca antes la voz de una persona trans había sido oída por la Corte Interamericana. Quienes hemos seguido la ruta de Azul sabemos de las implicancias de este singular acontecimiento: la posibilidad de que el sistema interamericano coloque los trazos de una línea jurisprudencial que permita abordar con empatía el drama de quien, siendo TLGB, padece un episodio tan violento. De valorar su testimonio, de utilizar elementos de interseccionalidad que nos permitan estar atentos a los prejuicios que muchas veces se ciernen sobre la credibilidad de uno por ser, además de precario, sexualmente distinto. De tener un estándar jurídico que nos permita saber cómo actuar en adelante como Estado cuando ocurran estos crímenes de odio.
Y es que ser sexualmente diverso es peligroso: prejuicios, estereotipos y estigmas existen sobre quienes no somos parte de esa matriz de homogeneidad sexual para ser y sentir la vida. Al ser visible como TLGB, uno se vuelve vulnerable, frecuentemente excluido y negado de derechos no solo por las autoridades y terceros, sino también por el propio círculo familiar. Más aun si uno es trans. En síntesis, una vida o mejor dicho, “una supervivencia” que solo conoce los caminos y los contornos cotidianos de la muerte. Hablando desde la experiencia trans en Argentina, Marlene Wayar escribía que vivir en esa angustia es como “ten(er) un cementerio en la cabeza, (sin) noción de cuantas compañeras y amigas han muerto, y todas muertes tristes, espantosas y evitables”. Me preguntaban sobre lo que creo que el Estado Peruano debería hacer en la audiencia de hoy ante la Corte Interamericana. Si alguna recomendación quisiera darle al equipo peruano es que debería empezar su intervención pidiendo perdón. La causa de Azul, si en algo cabe repararla luego de tanta impunidad, ganaría mucho si el Estado decide de inicio reconocer su responsabilidad por lo ocurrido, mitigando de alguna forma lo que a todas luces será una condena internacional segura y severa en la sentencia que será emitida en algunos meses.
Y es que el caso de Azul debería importarnos a todos porque reivindica un derecho esencial para la vida en democracia: la libertad. Como dice la ‘artivista’ Susy Shock en el “Poemario trans pirado”, hablamos de un “derecho vital a ser […] como me llame, como me salga o como me pueda el deseo, mi derecho a explorarme, a reinventarme”. O como cuando el escritor Néstor Perlongher hablaba en su “Prosa plebeya” de un vivir “sin que nos persigan, ni que nos prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan”. Hablamos, pues, de construir una nueva normalidad.Hoy, la vida de Azul Rojas Marín puede empezar a cambiar para siempre. Y en realidad, la de todos los TLGB del país y la región. ¿Será que estaremos a la altura? Que su testimonio sea el primero de varios pasos hacia una experiencia ya no de “supervivencia”, sino de plena ciudadanía.