“En la madrugada de hoy se produjo un intento revolucionario”, tituló el diario El Comercio en su edición extraordinaria del 19 de febrero de 1939. La revuelta estuvo dirigida por el general Antonio Rodríguez “y otros conjurados”.
El objetivo político fue defenestrar del poder al presidente Oscar Benavides, quien en ese momento se encontraba de viaje por el sur del Perú. La asonada dio comienzo bajo la oscuridad de la madrugada, pero fue contrarrestada por las fuerzas del Gobierno.
Según los comunicados oficiales, resultaron muertos, además del general Rodríguez, el alférez de la Guardia Civil Lucio Valladares López y el guardia de asalto Serafín Salazar Céspedes.
Al momento de alzarse contra el régimen de Benavides, Antonio Rodríguez era Ministro de Gobierno, un cargo de máxima confianza.
“La autoridad política dictó desde muy temprano las órdenes para la inamovilidad de las tropas en sus cuarteles”, señaló el decano. Por su parte, el prefecto y subprefecto recorrieron las principales calles del centro de Lima, comprobando que los mercados funcionaban con total normalidad, así como los tranvías y líneas de ómnibus.
Muerte en Palacio de Gobierno
Después de haber acompañado a bordo del transporte Rímac al presidente Oscar Benavides, en las últimas horas del sábado 18, el ministro de Gobierno Antonio Rodríguez inició en las primeras horas de la madrugada del domingo ciertas actividades que alertaron sobre un movimiento armado bajo su comando.
Informado de esas actividades el presidente del Consejo de Ministro y vicepresidente de la República, Ernesto Montagne, las transmitió a Federico Hurtado, ministro de Guerra, quien adoptó algunas urgentes medidas.
De inmediato, oficiales y jefes de las guarniciones de Lima se constituyeron en sus respectivos cuarteles, las tropas fueron alertadas y se dispuso que solo actuarían por orden única y exclusiva del ministro de Guerra.
Nuevos datos aumentaron la sospecha de acciones irregulares, lo que llevó al ministro de Guerra a establecer su cuartel general en el local de la Comandancia de Armas, donde llegó luego Ernesto Montagne.
El ministro de Guerra se comunicó telefónicamente con Palacio de Gobierno y entabló conversación con el general Rodríguez, quien había accedido a la casa presidencial junto con varios adeptos haciendo uso de su cargo.
Cuando el ministro de Guerra, Federico Hurtado, lo interrogó sobre su situación, Rodríguez le contestó que “había asumido el mando por estar enterado de una sublevación en el Ejército encabezada por su interlocutor (Hurtado) y que él debía sofocarla.
El ministro de Guerra rechazó la imputación contra su persona e increpó a Rodríguez su conducta al defraudar la confianza depositada en él por el primer mandatario, valiéndose de su ausencia en la capital de la República.
Además, le advirtió que usaría todos los elementos que estaban a su disposición para defender al gobierno constitucional del general Benavides y garantizar el orden.
Desoída la indicación por parte de Antonio Rodríguez, el presidente del Consejo de Ministros realizó un último intento para persuadir al militar insubordinado, obteniendo la misma negativa.
Agotadas las maniobras para convencerlo de deponer su actitud, fueron impartidas las órdenes pertinentes para que las unidades de la guarnición ocupasen los emplazamientos y dominar así al “ministro rebelde”.
Este había concentrado al interior de Palacio de Gobierno un grupo del Regimiento Guardia Republicana y otro de las tropas de asalto, cuerpos de policía dependientes directamente de él, a los que convenció indicándoles que la misión era defender el régimen del presidente Oscar Benavides.
Rodríguez se encontraba acompañado del general en retiro Cirilo Ortega y algunos otros complotados. Al percatarse las fuerzas de policía del engaño, junto con las tropas de asalto y la unidad de ametralladoras de Palacio, abrieron fuego desde sus respectivos emplazamientos en el patio y en el techo.
En la refriega murieron el general Antonio Rodríguez, el alférez de la Guardia Civil Lucio Balladares, el guardia de asalto Serafín Salazar y otros militares sufrieron heridas de consideración. Por su parte, el general retirado Ortega y otros conjurados fueron reducidos a prisión cuando trataban de fugarse. Así terminó el intento de golpe de Estado.
El retorno del presidente
Al tener conocimiento del movimiento, el presidente Oscar Benavides, quien se encontraba recorriendo las costas del sur en el transporte “Rímac”, desembarcó en Pisco e inició su trayecto en automóvil hacia la capital.
Durante su recorrido recibió muestras de simpatía de la población y al pasar frente a la Escuela Militar de Chorrillos fue saludado por los oficiales y la tropa.
A las 5:15 de la tarde hizo su ingreso al centro de Lima por el Jirón de la Unión rumbo a Palacio de Gobierno, donde todo ya estaba bajo control. El 20 de febrero fue nombrada una corte marcial para juzgar a los involucrados.