En 1821 Lima contaba con una gran Plaza Mayor y numerosas plazuelas; 300 calles de castizos y pintorescos nombres; cerca de 4.000 casas; 54 iglesias, monasterios y conventos; un teatro; una universidad y, también, un cementerio –reciente, moderno–, verdadero adelanto en beneficio de la higiene y salubridad. La también llamada Ciudad de los Reyes estaba rodeada por la muralla que había mandado levantar, en el siglo XVII, el virrey duque de la Palata, y tenía nueve portadas: Martinete, Maravillas, Barbones, Cocharcas, Santa Catalina, Guadalupe, Juan Simón, Monserrate y la del camino al Callao. Esta última era la más importante y hermosa.
Para el general patriota Guillermo Miller (1795-1861) Lima tenía aire oriental. “El aspecto que presenta al ponerse el sol –dice en sus Memorias– es grandioso y sumamente interesante; oculto ya en el ocaso y el valle casi en obscuridad, aún sus rayos hieren a través y reverberan sobre las majestuosas cúpulas de la ciudad…”. Miller alaba los balcones de madera, numerosísimos y hermosos, que le sugieren que nuestra ciudad tenía “un cierto aspecto árabe”. Mas no todo era positivo. Las calles estaban mal alumbradas, rústicamente empedradas y en algunas se percibía un constante mal olor.
En contraste –siempre a través del relato de Miller–, era “precioso” el paseo existente en la extremidad oriental del populoso barrio de San Lázaro –al otro lado del río–, el cual tenía “más de media milla de largo que domina y da vista al río”. La llamaban “la Alamedita Nueva” y por allí discurrían los limeños rumbo a la Plaza de Acho. Otro paseo frecuentadísimo era la Alameda de los Descalzos, “muy bonita, adornada con varias fuentes”. Por las noches el encontradero propicio era la Plaza de Armas. Grupos nutridos llenaban los portales, donde los dueños de los cafés colocaban bancas y sillas para la comodidad de sus clientes. Allí se tomaba horchata, helados, limonada y se comía toda suerte de dulces mientras se animaban las tertulias hasta hora muy avanzada.
—La causa de la libertad—
En 1821 Lima contaba aproximadamente con 70.000 habitantes. Pocos meses antes del 28 de julio de ese año una severa epidemia de cólera había diezmado a la población que recién se reponía de sus crueles estragos. Junto a la aristocracia blasonada, económicamente poderosa aunque reducida en número, estaban los mestizos, las “castas” –policromía étnica–, que era el grupo más numeroso, los religiosos y religiosas, escasos indios y un importantísimo número de esclavos negros. ‘Plebe’ –escribió Alberto Flores Galindo– fue un término usado con frecuencia para denominar a esa masa disgregada que era el pueblo de las ciudades. ¿Qué volumen alcanzó la plebe en Lima que presenció la proclamación de la Independencia? No hay cifras seguras pero debieron ser aproximadamente unas 35.000 personas
Otro marino, el escocés Basil Hall (1783-1844), dice que en todas las gentes había desasosiego y perplejidad ante los nuevos acontecimientos. Pero resultaba obvio que cambios de carácter tan radical produjeran dudas y, como también dice Hall, “era de esperarse que la alarma e indecisión llenasen todos los pechos”. Por eso tiene tanto mérito el manejo político de la situación que efectuó el general San Martín. No forzó, en ningún momento, la opinión de los limeños y supo esperar sosegadamente hasta que, como escribió Aurelio Miró Quesada Sosa, la ciudad se le entregó “con la naturalidad y la alegría de una fruta madura”.
San Martín ingresó a Lima sin combatir y, como era su deseo, respaldado por la invitación del cabildo. Mas era de vital importancia “implantar el sentimiento de la Independencia” entre el grueso de la heterogénea población y, con tal propósito, decidió realizar la ceremonia de la proclamación de la misma con la mayor solemnidad y el boato de las grandes ocasiones virreinales, ya que mediante ella asociaba definitivamente a los habitantes de la capital a la causa de la libertad. José A. de la Puente Candamo escribió que el 28 de julio de 1821 fue una hora feliz y de grandes esperanzas para San Martín y los limeños. Mas quedaba todavía un difícil camino por recorrer hasta el día del triunfo rotundo y decisivo de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824.