Por JEREMÍAS PREVOSTI / CANCHALLENA - GDA
El calor agobia a todos, menos a uno. Ese enorme monstruo de cemento, que luce renovado y con el atuendo oficial del Mundial Brasil 2014 tacha los días con la intranquilidad lógica de alguien que espera desde hace 64 años una revancha, un poder gritar “todo ha vuelto a la normalidad”. Es uno de los símbolos del fútbol brasileño, aunque también supo ser la cara del mayor fracaso de la selección de Brasil. Es el tantas veces mencionado Estadio Maracaná.
Pero las altas temperaturas, que se intensifican con la humedad, no son un condicionante para las miles de personas que caminan o corren por las veredas que rodean al gigante. Es un mundo de historias que se ven, pero prefieren no tocarse. Los hinchas mexicanos toman la delantera y, celulares o tablets en mano, inmortalizan su visita. Otros, como la “torcida” brasileña, ensayan algunos cánticos frente a las cámaras de los medios, mientras se pasean con la réplica de la Copa del Mundo. Las protestas no pueden faltar y un grupo de obreros que trabajaron en la remodelación del Maracaná exige acreditaciones, obligando a cerrar, provisoriamente, el portón de ingreso con una cadena y un candado.
Entre tanta gente, corridas y gritos, Isaac, un niño de ocho años, resigna la oportunidad de jugar al fútbol. La pelota cruzó el alambrado del estadio y ahora debe conformarse con su skate y el casco. No se aparta de los 50 metros que le ordenaron. Llega a un extremo, se baja y remonta el camino en sentido contrario. Así lo repite durante más de media hora. Leandro, su padre, lo sigue con la mirada. Esa mirada compasiva que todo lo acepta. Todo. Es que el pequeño, pese a su sangre carioca, viste la camiseta nueva (y oficial, aclarará luego) de la Argentina.
“Le gusta la selección argentina Tiene la camiseta verdeamarela, pero no la usa. Le parece más linda esa. No se la saca nunca, la tuvimos que lavar dos veces ya”, le explica Leandro a canchallena.com, que escucha casi enmudecido a un padre que parece haber bajado los brazos en una lucha que jamás se debe abandonar en el mundo del fútbol: la del legado de los colores. “No tengo problema en que sea torcedor argentino”, agrega.
Él tiene 42 años y vive junto con su hijo y su mujer en la zona de Tijuca, a pocas cuadras del estadio. Pese a su fanatismo por Flamengo y por el “estilo” de la selección brasileña, abre aún más el juego y reconoce que su hermano también tiene “adoración” por el conjunto albiceleste. “No le gusta Brasil porque dice que los jugadores se creen más grande de lo que son. Les falta garra, algo que la Argentina tiene de sobra”, argumenta Leandro, que pagó 180 reales (alrededor de 75 dólares) por la camiseta del equipo que dirige Alejandro Sabella.
-¿Qué jugador argentino te gusta?-, le pregunta este cronista a Isaac.
-Messi- responde, con una inocente sonrisa que deja al descubierto sus brackets.
-¿Podés creer que le gusta más Messi que Neymar?- interrumpe el padre, que empieza a dimensionar la situación.
En Río de Janeiro, el sol se oculta entre las 17 y las 18. La temperatura no cede muchos grados, pero la “mejor tener cuidado” zona del Maracaná no es buena anfitriona en la oscuridad. Por eso, el encuentro se traslada al domicilio de Leandro e Isaac, que abren las puertas de su casa con una amabilidad recurrente entre los cariocas. ¿Única condición? Dejar las zapatillas en la puerta del departamento.
Adentro, un televisor de incontables pulgadas se lleva la atención. Italia y Fluminense juegan un amistoso a pocos kilómetros y Leandro lo mira aferrado a una camiseta de Flamengo, como desafiante. No sorprende: para los brasileños, cualquier partido de fútbol es excusa suficiente para quedarse parado frente a un televisor. Se escuchan unos pasos y entra a la sala Isaac, que trae el album de figuritas del Mundial abierto. ¿En qué página? En la de Argentina, claro está.
Una hipotética final entre la Argentina y Brasil, el 13 de julio, en el Maracaná, desvela al padre. “Yo voy a hinchar por Brasil, pero él. Bueno, le voy a tener que decir que hinche por nosotros”, reflexiona Leandro, sin ocultar una sonrisa cómplice. Las puertas vuelven a abrirse. Esta vez, para despedir a los invitados. Pero antes, la pregunta de rigor.
-¿Y si te sale hincha de Boca o de River?
-Puedo aceptar que sea torcedor de la Argentina y no de la selección de Brasil. Pero jamás dejaré que sea de Boca o River y no de Flamengo.