(Por: Jorge Valdano)
De pequeño, en su barrio, mandaba él. Seguro. Decir que Johan Cruyff jugaba como los dioses es solo parte de la verdad; lo que él hacía, en realidad, era gobernar partidos. Influía sobre los compañeros, los adversarios, el árbitro, el periodismo, el público, el balón, los banderines del córner y los vendedores de Coca-Cola. El espectáculo le pertenecía por entero. Solo me enfrenté a él en una ocasión inolvidable (para mí, se entiende), y llegué a pensar que sin él ese partido no hubiese existido. Nunca vi nada igual. Era el encuentro de vuelta de una eliminatoria de Copa entre el Barcelona y el Alavés; traíamos un empate a cero de Vitoria y había que decidir en el Camp Nou. Imagínense ustedes el pronóstico.
El gobernador se hizo cargo del partido desde el primer minuto: organizaba, protestaba, daba órdenes, pedía explicaciones y, a veces, tenía la deferencia de autorizarnos a los demás a que jugáramos un ratito. Estaba en todas partes haciendo valer su inteligencia del mismo modo que su autoridad. Se trataba de un líder natural con el orgullo maleducado por un exceso de triunfo. Reclamaba para sí todas las miradas.
El mundo le admiraba, y yo el primero. Era el mejor líbero, el mejor lateral, el mejor mediocampista y el mejor delantero que había visto desde dentro de una cancha. Su figura delgada y no muy alta parecía una postal de fútbol. La base de su talento era el engaño. Corría rápido porque iba a frenar, frenaba porque iba a salir rápido, amagaba un pase porque iba a regatear, iniciaba un regate porque iba a pasar, miraba a la izquierda porque preparaba una solución por la derecha...
Como todo grande de verdad, impartía clases de felicidad a los buenos aficionados, pero aquella noche en que se robó un partido que también era mío, me cansó.
Mediada la segunda parte, el juego se interrumpió por una falta sin importancia y Johan se puso a reclamar a su manera. Como el árbitro no dejaba de darle explicaciones, le fui a decir por qué no le daba el pito también. Aproveché para sugerirle a Cruyff que se quedara con ese balón para él solo y nos dejara otro a los demás, ya que algún derecho teníamos sobre el juego.
Me miró con algo de misericordia y preguntó cuál era mi nombre. Le contesté que Jorge Valdano. “¿Y cuántos años tienes?”, siguió. Y yo, obediente: “Veintiuno”. Puso cara de que con esta juventud no vamos a ninguna parte y desde sus gloriosos treinta años me metió una bofetada dialéctica: “Con veintiún años a Johan Cruyff se le trata de usted”.
El partido lo zanjó como la conversación: valiéndose de mi ingenuidad. Entró al área a toda velocidad y yo detrás en su persecución. De pronto frenó con una violencia insólita. Logré esquivarle, lo juro, pero él se fue al suelo de forma muy creíble. Penalti. Barcelona, 1; Alavés 0. Cruyff, 2; yo, 0.
(*) Este texto ha sido tomado del libro “El miedo escénico y otras hierbas” (Madrid, 2002). Jorge Valdano ha publicado también “Valdano, sueños de fútbol” (1994), “Cuentos de fútbol” (1995), “Los cuadernos de Valdano” (1997) y “Apuntes del balón” (2001). Es colaborador de prestigiosos diarios de información general y deportiva, así como de varias emisoras de radio y televisión.