No todas las leyendas tienen el final que merecen. Se puede decir más: las leyendas no tienen el final que merecen. Steven Gerrard se despidió de Anfield hace dos días con una derrota ante el modesto Crystal Palace. A nadie le importó que el Liverpool cediera puntos ante el equipo de Alan Pardew, pues la mirada no reposaba ya en qué sepodía hacer en los últimos encuentros de una campaña perdida, sino en que esta sería la última vez que el capitán jugaría de local. Después de 706 partidos, el dato no es irrelevante: ¿Quién recuerda, en el cénit del profesionalismo, donde el deporte no es un juego sino un negocio y los jugadores no se evalúan por su desempeño sino por el costo de recesión de sus contratos, a un crack que haya desarrollado toda su carrera bajo una misma insignia?
A pesar de que por momentos su club perdió competitividad, a pesar de las continuas y millonarias ofertas, Gerrard resistió las tentaciones con un estoicismo antiguo. Al peruano, este gesto le recuerda a ‘Lolo’ Fernández. Que no existan ejemplos más cercanos es una medida de cuán excepcional ha sido el de Merseyside. La ponderación de este gesto será, con el tiempo, determinante, pues quizá se trate del último de una especie (alguien podría decir que Messi es candidato a ese puesto, pero existe un inconveniente: el argentino no es hincha del Barcelona, sino de Newell’s Old Boy, club en el que desea retirarse). Hay algo de soledad, una sensación dinosáurica en este tipo de despedida, pero The Kop, la mítica tribuna de Anfi eld, posee una fórmula infalible para combatir toda tristeza: cantar el himno “You’ll Never Walk Alone”.
No son muchos quienes llegan al fútbol por amor a una camiseta y sostienen esa relación a contracorriente, para bien y para mal. En el caso de Gerrard la monogamia ha implicado protagonizar episodios épicos, como aquella remontada contra el Milan en la final de la Champions League de la temporada 2004-5; y otros amargos, con los cuales sus detractores se refocilan, como el hecho de que nunca pudo ganar la Premier League en 18 años.
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La ambivalencia se extiende a su paso por selección. Él, junto a Lampard, estaba llamado a construir la volante más contundente que Inglaterra hubiera visto desde 1966. Ambos, casi clonados en su perfil de medios mixtos, poseían técnica, pegada, recorrido, vocación defensiva y ánimo de ataque. ¿Qué falló? Los ídolos de Liverpool y Chelsea nunca fueron capaces de crear un mediocampo armónico y por ello la década que estaba destinada a ser suya, la del 2000, pasó, como es ya costumbre, inadvertida para la Rubia Albión. Pero el análisis es reduccionista y no queda claro cuán determinante fue esta falta de complementariedad o que los arqueros hayan sido ‘Calamity’ James y Roberto Green, y la delantera oscilase entre Heskey y Crouch.
¿Pero triunfó o fracasó? Es una pregunta maniquea y mezquina. Pero la respuesta la ha dado él desde una autoridad moral irreprochable: “El día que debuté cumplí mi sueño, nunca lo voy a olvidar. Todo lo que vino después ha sido un extra”. Quién se puede atrever a reprocharle algo.
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