JERÓNIMO PIMENTEL Columnista
La identidad es el concepto más importante en el fútbol. Es difícil de asir, pero podemos intentar una definición práctica: el conjunto de ideas, prejuicios, percepciones, construcciones, narrativas, aprendizajes y decepciones que se elaboran alrededor de lo que un país es o debe ser con respecto al fútbol (finalmente, una expresión cultural).
La identidad es una idea que habita en el imaginario de quienes consumen este deporte, sobre todo en la prensa especializada y en los hinchas de verdad – en contraposición a los “turistas” –, y suele ser muy sólida, pues basa sus cimientos en mitificaciones del pasado, en la heroización de figuras y la entronización de hazañas.
A pesar de ser abstracta, la identidad tiene manifestaciones concretas en toda la cadena de decisiones que se inicia cuando una dirigencia elige a un seleccionador (y por cuánto tiempo, etc.) hasta acciones tan específicas como decidir qué táctica usar ante un equipo “grande” (piénsese en un partido de Eliminatorias de local ante Argentina). Su poder radica en su ubicuidad invisible, en tanto está enraizada en una suerte de inconsciente e imaginario colectivo y pasa, muchas veces, por sentido común o gusto. Se necesita un sistema futbolístico muy maduro para cuestionarla y, eventualmente, cambiarla. Pero ocurre. Brasil, España y Alemania son tres ejemplos de ello.
El de Brasil – no debería sorprender – es el caso más antiguo. Luego de desplegar un fútbol estético y hermoso, que sacaba lustre a la chapa de jogo bonito, Telé Santana cierra en 1986 un ciclo estéril: dos mundiales con la vitrina vacía. La elección de Lazaroni indica ya cierta disposición por un fútbol más táctico, “europeizado”, que se ratifica con la Copa América del 89, pero fracasa en Italia 90. En 1994 la elección de Parreira es un indicador claro de un cambio de dirección, hecho que se confirma en pleno Mundial con una sustitución sintomática: el retiro de Raí, el ‘10’ del Sao Paulo campeón de todo en 1992, por Mazinho (el papá de Thiago Alcántara), un volante que, junto con Dunga, forma una pared por encima de los tres centrales: Aldair, Mauro Silva y Marcio Santos. De ese Parreira a este Scolari lo que ha hay son veinte años de conservadurismo en pos de la efectividad: dos mundiales confirman, más allá del paladar de cada aficionado, el éxito del viraje (mas no la infabilidad, que nunca es segura).
En España ocurrió una reforma en la orientación opuesta: se pasó de la furia roja al tiki-taka, lo que en realidad consiste en modificar el eje identitario del verticalismo físico madridista al eje holandés-catalán (fútbol total) del Barza. Durante los 90, el modelo de garra fracasa con la dirección de Javier Clemente en el 94 y el 98. La bisagra llega con Aragonés en el 2006, decisión que levanta una fuerte discusión mediática sobre qué es España en términos futbolísticos y a qué quiere jugar. El éxito de Guardiola ya en la dirección de los azulgranas no hace sino reforzar la transformación hacia un juego de toque y precisión, evolución que se ve ratificada con Del Bosque. El proceso, que les vale dos Euros y un Mundial, consolida el cambio al punto que el actual técnico, cuestionado por su reciente fracaso brasileño, acaba de ser ratificado en el cargo. La decisión puede ser anticlimática, pero posee una clara lógica de largo plazo.
Alemania ha sido el caso más reciente, y también el más comentado. Este año corona un proceso de más de una década que consistió, básicamente, en refundar su fútbol. Luego del fracaso en Francia 98 y en la Euro del 2000, la dirigencia teutona optó por empezar de cero. Dirigieron fondos suficientes para modificar las divisiones inferiores de todos los clubes de la Bundesliga y se reformó el modelo de jugador que se priorizaba en infantiles, sobreponiendo la capacidad técnica al mero biotipo (piénsese en la diferencia que hay entre Götze y Bierhoff). En mayores el plan lo lideró Klinsmann pero, por resistencia de la prensa (lo que Joseph Campbell llamaría los guardianes del umbral de cambio) y los baches propios de un viaje largo, debió declinar su puesto a Joachim Löw, quien logró acabar el trayecto son aplausos y serpentinas.
Bien visto, los caminos son indistintos: se puede pasar del fútbol físico al técnico; o del pragmatismo al virtuosismo. El punto es que se debe definir un punto de partida y otro de llegada. ¿Dónde se encuentra Perú? El lector adivina: en ningún lado.
Aquí la idealización de la década del 70 ha tenido dos graves costos: permear en el imaginario colectivo una idea de fútbol arcaica, entre la pirueta y la “elegancia”, en absoluto aplicable al fútbol moderno; y por otro, construir un pasado mítico (que recuerda al peso de la Arcadia colonial que criticaba Salazar Bondy) que es más rémora que estímulo. Basta recordar que los últimos triunfos peruanos a cualquier nivel (la Sudamericana de Cienciano, la clasificación de los ‘jotitas’ de Oré o el tercer puesto de Markarián en la Copa América) no han sido sino demostraciones de un fútbol ordenado, austero y, en el mejor de los casos, contragolpeador. El logro ha sido sincerar los recursos locales; el alivio, la indiferencia del hincha que no espera nada y, por tanto, está dispuesto a sacrificar su gusto por una victoria; la factura, uno que otro disgusto periodístico, como el del ratoneo.
Pero tampoco se podrá construir nada desde esos pálidos destellos, pues lo más importante, la discusión identitaria, no solo no se ha producido en el Perú, sino que no existen voceros capaces de articular, con un mínimo de rigor, las oposiciones respectivas de un debate. El fútbol, no es ocioso recordarlo, es básicamente una construcción social.