Las selecciones se mueven por ciclos, ascendentes o descendentes. Las grandes convierten esas tendencias en mesetas: viven en lo alto y rara vez se permiten caídas. Los equipos medianos tratan de acortar el tiempo que transcurre entre pico y pico de rendimiento. Perdidas entre decepciones deportivas y precariedad institucional, las camisetas chicas luchan siempre por encontrar el camino de subida, que parece esquivo, para dar batacazos y llamar por un pequeño momento la atención mundial.
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Luego, inexorablemente, caen. El objetivo de Gareca luego de su renovación tendría que haber sido sacar a Perú de lo tercero y aspirar a lo segundo.
Lamentablemente, la selección peruana está lejos de conseguirlo. La primera fase de la Copa América ha sido un recordatorio amargo de cuál es nuestro lugar en el concierto regional y rompe la sensación de mejoría que nos había embriagado desde aquel partido con Ecuador por Eliminatorias.
El equipo está al nivel de Venezuela, cuadro con el que alternó dominio, y es superior a la frágil Bolivia. La distancia con Brasil, sin embargo, es mucha, deportiva, física y psicológicamente. No es un drama, es una constatación histórica que no se ha revertido (quien recuerde la Copa América del 97 lo sabe bien). Sobre todo cuando la ‘canarinha’ tiene actuaciones individuales estelares como las de Everton y Arthur, y Perú ofrece a cambio desconcentración, ‘bloopers’ y grietas.
Si esto será suficiente para pasar de ronda es en un punto irrelevante, como lo es depender del azar o del desempeño de los demás. Las conclusiones de Gareca deben de ser otras. En defensa, no ha logrado alcanzar el nivel de seguridad que alguna vez ofrecieron Ramos y Rodríguez. El mediocampo está revuelto y la dupla Tapia-Yotún ha dejado de ser fiable. Ni Flores ni Polo están cómodos en el campo y las alternativas se extrañan: Carrillo ausente sin motivo público; ‘Canchita’ buscando un lugar; Cueva acostumbrado al repentismo. Adelante, el optimismo está sustentado en una dupla de goleadores fantásticos que bordea los 35 años. No da para armar una fiesta.
Todo cambio es por definición incómodo, incluso doloroso. Si el comando técnico entiende que este evento es la sala de pruebas de cara al examen real, que será el próximo año cuando empiecen las Eliminatorias, quizás no haya medido cuánto le costará en términos de prestigio y ánimo interno encajar una goleada como la del sábado.
Si la idea es que estos mismos elementos cuajen, la labor por delante es titánica: hemos perdido transiciones, precisión en velocidad, creatividad en ataque, relevos en defensa y orden en salida. La selección luce sosa, desbaratada, predecible, presa de subidas y bajadas emocionales, muy lejos del nivel que ellos mismos supieron mostrar.
La confianza es un tesoro raro que cuesta construir y se dilapida rápido. Tan cierto como eso es aquella lección del cronista: “Si algo se derrumba, el hombre recoge escombros, quema todo y empieza de nuevo”. Toca, entonces, volver a empezar.
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