Lucy Kellaway | Financial TimesColumnista de Managemet
El miércoles pasado iba rumbo al trabajo en bicicleta con una bolsa colgada sobre el manubrio. Había alcanzado una buena velocidad cuando la bolsa giró hacia la rueda, se trabó, y yo salí volando sobre la bicicleta para caer de cabeza en la calle. Follow @PortafolioECpe !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Por lo menos eso es lo que el hombre de la ambulancia me dijo que había pasado; mi casco no me salvó de perder el conocimiento, así que no recuerdo nada.
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A mitad de la tarde salí del hospital con un impresionante ojo morado, una cara arañada y una muñeca rota que no dolía mucho. El único daño permanente lo recibió mi camisa, que tuvieron que cortar para quitármela.
Por supuesto fue una estupidez andar en bicicleta con algo en el manubrio. Quizás, por primera vez en la vida, aprenderé algo de mis errores y comenzaré a usar un serón.
Pero esa no es la moraleja del cuento. El martes por la mañana tengo una entrevista para un cargo de directora no-ejecutiva. Me debo presentar en una elegante oficina en el centro de Londres y convencer al director de una empresa que yo soy el tipo de persona que él quisiera ver sentada en la mesa de su junta directiva, aguda para desarrollar estrategias, prudente cuando se trata de tomar riesgos y estupenda para hacer preguntas pertinentes.
Me acabo de examinar en el espejo y he estudiado mi ojo cerrado, los bultos morados, los lacrimosos arañazos rojos, el brazo encogido en un cabestrillo, y pensé: ¿contrataría yo a esta mujer? La respuesta se me presentó enseguida: no. Una breve búsqueda Google me aseguró que cuando se trata de hacer una mala impresión en una entrevista de empleo un ojo morado es peor que llegar tarde, sudar profusamente y llevar un anillo en la nariz.
Igualmente, según un estudio de la Universidad de Iowa, lo más importante en una entrevista –especialmente para una mujer– es un apretón de manos firme. Mi mano derecha, con sus dedos amoratados sobresaliendo de un yeso igualmente mugriento, no va a apretar ninguna mano.
Entonces esta es la pregunta: ¿Debo posponer la entrevista? Mi instinto me dice que debo seguir adelante. Puedo mantener una conversación igual que antes. Puedo transcender mi apariencia de horripilante bruja vieja, hacer esto es una prueba de carácter. Y yo no cancelo mis citas. La primera señal de profesionalismo es la puntualidad y no hacer perder el tiempo a otras personas cancelando y reprogramando.
Sin embargo, 24 horas después del accidente, dejé de estar tan convencida. Los pasajeros en el tren evitaban la mirada. Al llegar a la oficina debo haber lucido tan frágil que el guardia de seguridad me abrazó y me besó.
El editor de modas del Financial Times me aconsejó que considerara no ir. Nadie puede parecer una mujer poderosa cuando luce como víctima de abuso doméstico. Pudiera ser sexista, ella me explicó, pero es la realidad: un hombre con la cara machacada luce duro, mientras que una mujer luce como una esposa golpeada. No importa que cuento yo hiciera sobre una bicicleta y una bolsa, un extraño siempre sospecharía de un compañero abusivo, no de un pavimento abusivo.
La única forma de salvar la situación, me dijo, era un gallardo parche en el ojo y un traje de poder. Cuando le señalé que uno no puede llevar tal traje de poder con un brazo enyesado, me sugirió que llevara una capa.
No creo que entienda: me están entrevistando para un puesto en la junta corporativa no un papel en una pantomima de Lord Nelson. Y, a pesar de sus advertencias, voy a ir de cualquier manera.
Si no fuera por la entrevista no-ejecutiva y el ojo morado, yo me estaría sintiendo orgullosa de mí misma. Cuando tenía alrededor de 10 años tenía un deseo mórbido por tener un hueso roto enyesado, ya que esto lo eximía a uno del gimnasio y parecía incitar una desmesurada cantidad de simpatía.
Varias décadas después, he logrado lo que deseaba, y es aún mejor de lo que yo pensaba. Hay flores, ofrecimientos de salir a comprarme comida, hasta me han dado las gracias por cumplir con mi trabajo.
Pienso en todas las veces que he estado en un estado mucho peor en el trabajo: por insomnio, ansiedad, inseguridad o aun depresión. Nadie podía ver la herida; solo querían que yo no fuera de humor tan cambiante.
El único inconveniente del enyesado es que le piden a uno que se explique interminablemente. Hasta ahora he aprendido tres cosas. Primero, que los ciclistas me ven como una heroína y los no ciclistas como una tonta. Segundo, decir “accidente de bicicleta” es mucho mejor que explicar (como han tenido que hacer últimamente dos colegas) que una se ha caído por llevar tacones altos o se ha dañado saltando en un trampolín para niños.
Finalmente, es mejor mantener breve la explicación y no admitir que uno tuvo la culpa. Yo pienso mantenerme firme en este punto el martes. Aun si el director reprime sus sospechas de que soy una mujer maltratada, es posible que no quiera contratar a un consejero de riesgos corporativos que haya manejado tan mal su propio riesgo corporal.
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