En 1990, cuando apenas había comenzado en el “Financial Times”, el director de aquel entonces renunció a su cargo. Me caía bien; había sido amable conmigo y sentí su partida. Pero yo era muy nueva y le tenía horror a la adulación. ¿Debía escribirle una carta?, me pregunté. ¿O sería impropio hacer eso?
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Al final, no le escribí, pero solo porque yo había pasado tanto tiempo sin saber qué hacer y había perdido la oportunidad. Para una periodista demorarse varias semanas en responder a la noticia no iba a lucir bien.Sigue a Portafolio también en Facebook!function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Desde entonces el mundo se ha acelerado, así que cualquier respuesta toma lugar no en semanas sino en minutos. También se ha vuelto social: ya no dirigimos nuestras palabras de despedida a la persona interesada sino a todo el que tenga una conexión de Internet. Y lo más notable de todo, nuestra aversión a la adulación se ha perdido en el camino. No es algo que se hace con pena y en secreto, sino con orgullo y con la mayor fanfarria posible.
Cuando Alan Rusbridger dimitió como director de “The Guardian” el miércoles pasado, el siguiente espectáculo se desplegó en Twitter. En el espacio de un minuto de que la noticia se difundiera, comenzaron los elogios. Un ex colega tuiteó: “Pocos en la historia del periodismo han tenido la visión y el talento de @arusbridger –o tocaban el piano tan bien. Un gran director”.
Entonces otros se amontonaron, tuiteando: “El periodismo británico no será igual sin @arusbridger. Si alguien cree que los tweets que está viendo son excesivos es porque nunca lo vieron en acción”.
Observé el proceso con macabra fascinación, notando que algunos de los elogios recibían las gracias del hombre mismo, mientras que otros chocaban con el silencio.El Sr. Rusbridger, según lo que se dice, ha sido un excelente director –y también sabe tocar la “Ballade N° 1” de Chopin en el piano. Pero los tuits son una forma vulgar de decirlo, y no prueban nada necesariamente. Aun en la era pre-Internet nunca hubo una relación particularmente fuerte entre las alabanzas públicas de parte de entidades interesadas y el verdadero valor de una persona.
Cuando el Rey Lear de Shakespeare decidió que había llegado la hora de dividir su reino, les preguntó a sus hijas cuánto lo amaban. “Señor, yo lo amo más de lo que las palabras pueden ejercer sobre este tema”, dijo Regan, a lo cual Goneril anunció que ella lo amaba igual –y aun más.
Tuve que pensar en la guerra de las hermanas cuando leí la competencia de tuits de dos de las más comentadas pretendientes al cargo del Sr. Rusbridger. La primera en declarar su amor por su director en retiro fue Janine Gibson. “Alan Rusbridger: Director que surge solo una vez en una generación; mejor jefe de todos los tiempos; hábil en dar sorpresas”, tuiteó. Su rival para el primer cargo, Katherine Viner, hizo lo mismo con su himno en 140 letras o menos: “Alan Rusbridger –mi jefe e inspiración por 17 años: nunca sintió miedo, siempre nos empujó a ser mejores, más atrevidos, más valientes”.
Afortunadamente, “The Guardian tiene su propia Cordelia” (la hija mesurada del Rey Lear) en la persona de Patrick Wintour, su editor político. “Alan Rusbridger dimite como Editor en Jefe de The Guardian el verano de 2015 para asumir el puesto de director de la junta de Scott Trust”, rezaba su decoroso tuit.
En “The Economist”, el otro equipo británico de los medios que perdió un director la semana pasada, la actividad de Twitter por parte del personal fue más comedida. Solamente unos pocos dijeron que echarían de menos a su jefe, y un grupo aun más reducido optó por adular. “John Micklethwait, nuestro excepcional director en @TheEconomist asume el cargo de editor en jefe de Bloomberg. Son afortunados”, alguien escribió. Por lo demás, los periodistas de “The Economist” adoptaron la postura de buen gusto de Cordelia y solamente tuitearon los hechos.
¿Qué significa esto? ¿Que el Sr. Micklethwait no fue un buen director? ¿O que “The Economist” todavía se aferra al decoro –aun en las redes sociales? O quizás existe una explicación más sencilla. No tiene sentido adular en Twitter, ya que una de las cosas más notables del director en salida de “The Economist” es que logró dirigir una organización de los medios de comunicación sin el menor tuit.
Y un reparo aun más poderoso a los elogios tuiteados es que un legado se juzga mejor en años que en segundos. Esto se me reveló la semana pasada en la venta navideña de libros en el FT. Mientras que los colegas competían por las gangas, noté que estaba pisoteando un triste ejemplar del libro escrito por el hombre que había recibido más aplausos instantáneos que nadie que yo recuerde cuando dejó su cargo hace tres años.
La semana pasada nadie quería las memorias estilo por-qué-soy-tan-importante de Terry Leahy, ni siquiera a un precio reducido al 95%. Dado que Tesco está a punto de hundirse como resultado del dudoso legado del Sr. Leahy, es de esperarse una demanda limitada por sus homilías sobre la importancia de la verdad, la lealtad y la valentía. Hasta el título, “La Gestión Empresarial en 10 Palabras”, ahora parece un caso de mala presentación. Es en realidad la gestión en 312 –bastante desacreditadas– páginas.