“El tipo puede cambiar de todo. De cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”. Y guiado por esta idea, Benjamín (el personaje principal de la película argentina “El secreto de sus ojos”) encontró al asesino en el único lugar en el que podía estar ese domingo: en el estadio, alentando al equipo de sus amores. Su pasión lo había traicionado.
El fútbol es el pasatiempo preferido de la mayor parte de la humanidad (al menos de la mitad masculina), más aun cuando se juega el Mundial (el único evento deportivo con impacto estadísticamente significativo en el nivel de felicidad del país anfitrión). El de Sudáfrica, por ejemplo, fue visto por 3.200 millones de espectadores, y se espera llegar a 4.000 millones con el de Brasil.
El fútbol está creciendo hasta en Estados Unidos, donde el partido entre la selección de ese país y Portugal alcanzó una audiencia superior a la de cualquier final de la NBA y que el promedio de la última serie mundial de béisbol. Mayores audiencias significan también mayores ingresos, los que generan incentivos adicionales para los jugadores y equipos más vistosos (la explicación económica de por qué estamos viendo tantos goles en este Mundial).
Las alegrías que nos proporciona el fútbol parecen ser tan grandes que nos hacen olvidar que es gobernado por la FIFA, una cuestionada organización a la que el Mundial le reportará US$2.000 millones de utilidades. Es dirigida por Sepp Blatter, un personaje capaz de interrumpir el minuto de silencio por Nelson Mandela a los 11 segundos y declarar que la mejor forma de promover el fútbol femenino es usando pantaloncillos más cortos.
El principal problema de la FIFA es la corrupción. Se conoce, por ejemplo, que algunos dirigentes recibieron US$5 millones en coimas para que el Mundial del 2022 se juegue en Qatar y que algunos juegos de exhibición han estado arreglados, pero nadie ha recibido siquiera una tarjeta amarilla. La globalización de las apuestas ha incrementado los incentivos para arreglar partidos, pero las decisiones de los árbitros aún no son refrendadas con medios tecnológicos. Para sospechar.
Parte del problema es que la FIFA es una ONG con una cuestionable estructura de gobierno corporativo. Los únicos que podrían ponerle coto a Blatter y compañía son las asociaciones nacionales o regionales, pero estas dependen financieramente de sus decisiones. No es casualidad que un sistema similar sea usado para reelegir como presidente de la federación peruana a quien ha dirigido a nuestro fútbol por una senda de sucesivos fracasos, y quien, según encuestas, compite con Laura Bozzo y Antauro Humala por el título del personaje menos querido del país.
La FIFA es también un monopolio no regulado con poder para imponer condiciones a cualquiera. Brasil, por ejemplo, tuvo que pasar una ley que exonera a la FIFA de cualquier impuesto y otra que permite vender alcohol en los estadios (uno de sus principales auspiciadores es una marca de cerveza). Esto había sido prohibido por la violencia que generaba.
Mi opinión es que esta situación no cambiará pronto, pues requeriría que estemos dispuestos a dejar el fútbol si ello no sucede. Y esta no es una amenaza creíble. Como al asesino de la película, se nos hace imposible cambiar de pasión.