El país se encuentra viviendo uno de los momentos más complejos de su historia, donde el reciente cierre del Congreso y las reacciones siguientes son solo escenas de una larguísima película con varios villanos, pocos héroes y llena de momentos de suspenso y horror.
Si hay algo que destacar de la economía peruana, dentro de este espectáculo caótico, es su capacidad de aguante. Sin duda, esta fortaleza responde a las reformas que modernizaron al Perú en los años noventa y que están diáfanamente recogidas en nuestra Constitución. La mayor responsabilidad fi scal, las instituciones monetarias y la posición de economía de mercado sostienen un modelo económico que ha generado una senda de crecimiento histórico que supera ampliamente trasnochados experimentos del pasado y que ha resistido incesantes embates.
No obstante, detrás de esta fortaleza, hay una realidad preocupante. Nuestra economía experimenta un largo proceso de desgaste. Basta ver la senda descendente que dibuja nuestro crecimiento potencial en la última década. Diferentes estimados muestran que, luego del pico alcanzado en el 2008, la economía comenzó a descender como un acelerado tobogán, transitando de un 7% a poco más del 3% en la actualidad. Descomponiendo este indicador entre la contribución del trabajo, capital y productividad, se concluye que esta última soporta el mayor peso, fruto de una larga ausencia de reformas. Un deber que los gobernantes han preferido ignorar por varios quinquenios.
El listado de reformas es bastante conocido: la necesidad de trascender hacia un Estado que sirva al ciudadano, que aliente los derechos de propiedad e impulse la innovación; cambios que faciliten la inversión privada en infraestructuras; modernización del mercado laboral; mejoras en el capital humano; mayor profundización financiera; modernización extensiva de la protección social; entre otras. Es cierto que la literatura encuentra que la larga tendencia en la caída de los términos de intercambio puede tener efectos permanentes sobre nuestro PBI potencial. Mayor razón para que nuestros políticos no hubiesen soslayado su deber de emprender las políticas necesarias oportunamente. Si bien la fuerte y prolongada desaceleración de nuestro potencial de crecimiento es alarmante, la pesadilla puede ser aun mayor. Y es que esta dinámica viene trayendo consecuencias tangibles en la insatisfacción ciudadana. Expectativas que se desmoronan frente a las escasas mejoras en la economía familiar y varios indicadores sociales.
Así, la larga ausencia de reformas que hoy nos hubiese llevado a un mayor bienestar económico, puede abrir fácilmente camino al surgimiento de líderes carismáticos con discursos peligrosos que terminen encandilando al votante insatisfecho. Discursos que se trasladen masivamente a las ánforas dando paso a la constitución de gobiernos que impongan recetas económicas que hicieron del Perú todo un infierno en los años setenta y ochenta. Un dantesco escenario que no nos merecemos al comenzar un nuevo siglo de historia republicana