Los terremotos de Guatemala en 1976 (de 7,5 grados) y Áncash en 1970 (7,9 grados) convergen en un punto adicional al de los daños en infraestructura: ambos le quitaron años en educación de primaria a las víctimas. El tiempo promedio de ausencia en los salones va de 0,4 años a 1 año para los niños de Guatemala; y 0,7 para los bebés gestantes peruanos, según estudios de los investigadores Priscila Hermida y Germán Caruso, respectivamente.
A propósito del reciente sismo en Loreto, en el caso peruano, específicamente, el impacto de un terremoto aún se siente varias generaciones después, evidenciándose, además de en la pérdida de clases, en los menores ingresos salariales (entre -3,9% y -5,5%), el menor acceso a servicios básicos (agua, teléfono, electricidad) e incluso la fertilidad y la tasa de matrimonios fallidos, que se ve afectada negativamente.
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El impacto en una persona tras haber sido víctima de un desastre –sea este natural o causado por el ser humano– puede sobrevivir durante generaciones, golpeando directamente la productividad de la misma y de sus descendientes.
Por ejemplo, luego del accidente nuclear de Chernobyl (Ucrania, 1986), casi 350.000 personas sufrían de algún tipo de trauma luego de haber sido evacuadas, lo que ocasionó que perdieran sus activos y por ende sean más proclives a entrar en depresión, alcoholismo o a sufrir ataques de pánico recurrentes, según la Organización Mundial de la Salud.
En el ámbito local, luego del terremoto de Pisco del 2007, las empresas agroexportadoras redujeron la contratación de trabajadores de esta localidad, “justamente porque creen que la mano de obra no es la adecuada. Estos fenómenos generan estigmas con los damnificados”, agrega por su lado Fernando Neyra, docente de la Universidad de Ingenieria.
En complemento, Oswaldo Molina, director de la Maestría en Economía de la Universidad del Pacífico, explica que las personas de Pisco hasta hoy no son capaces de volver a tener los niveles de acumulación de capital que tenían previos al desastre.
Esto se debe, básicamente, debido a los daños en la educación y salud de las personas, así como en los activos de las familias. A esto, además, se suma el hecho de la pérdida de un familiar como el padre o la madre, por lo que los niños pasaron a depender de algún allegado.
A la gran pérdida de infraestructura, y la pérdida de vidas y capital social que ocasionó el terremoto la termina por desestabilizar un proceso “paquidérmico” de apoyo estatal, explica Neyra, lo que termina por agotar las posibilidades de varias personas para resurgir.
DE ESCASA RESILIENCIA
Hace 8 años, Haití sufrió el terremoto más devastador de su historia (7,0 grados), condenando a casi 2 millones de personas a vivir sin hogar. Tras analizar la poca institucionalidad del país, el proceso de recuperación – según Marco Kamiya, director del departamento de Economía y Finanzas urbanas de ONU Habitat– será permanente.
“Hasta ahora las agencias de la ONU y bancos de desarrollo siguen en la reconstrucción”.
Pero la escasa preparación para afrontar una de estas catástrofes es el factor principal para que los efectos trasciendan una generación.
De acuerdo a un estudio de Hideki Toya y Mark Skidmore para el Banco Interamericano de Desarrollo, el efecto negativo de un desastre en el desarrollo de una sociedad se reduce cuando hay más años de escolaridad; cuando las instituciones tienen más capacidad técnica; y cuando las ciudades tienen un buen sistema financiero.
“Tres elementos importantes que el Perú no tiene”, afirma Kamiya.
La poca preparación, sin embargo, no implica que exista necesariamente desinterés en las personas por la posibilidad de sufrir uno de estos eventos. De acuerdo al economista Robert Barro, las personas voluntariamente renunciarían a un 20% de su producción cada año a cambio de eliminar todas las posibilidades de un desastre macroeconómico.
“La lección es que dentro de los países en vías de desarrollo, como Perú, existen pequeños ‘Haitís’, zonas sin preparación ante una emergencia”, concluye Kamiya.
TRAMPA DE POBREZA
El problema con la inversión para sobrevivir ante una catástrofe, según Molina, radica en que destinar parte de los ingresos para la protección ante desastres puede ser incluso perjudicial para personas de escasos recursos.
Funcionando como una trampa de pobreza, se puede optar por dejar de invertir en productos que ayudarían a superar la frontera de bajos recursos para protegerse de un eventual desastre; o, en caso contrario, de no invertir en esto, la catástrofe los hundiría incluso más.
Habiendo sufrido El Niño costero en 2017 y una reciente inundación, vale la pena resaltar que según el Ministerio de Ambiente existen 732.950 viviendas en San Juan de Lurigancho (SJL) en alto grado de vulnerabilidad ante inundaciones.
Considerando el corto lapso transcurrido desde estos desastres (el de SJL sigue vivo), los impactos intergeneracionales aún no son visibles; sin embargo, vale la pena revisar experiencias previas para no tener consecuencias tan duraderas como las del terremoto de Áncash, más de 40 años después.