Es fácil pasar de 13 Reasons Why. O, sin acabar sus trece episodios, restarle méritos. Es melosa, cándida, oportunista, un blanco fácil en tiempos de gloria para las series televisivas. Pero es también un show sin complejos, que nunca disimula su esencia teen y su necesidad de figuración a costa del tema que disecciona: el bullying. A partir de una intriga mínima —¿qué llevó a Hannah Baker, una alegre y hermosa estudiante, a suicidarse?—, la serie de Netflix es un dulce de empaque brillante que se sabe, calculada y endemoniadamente, irresistible. Y esta presunción molesta, pero también fascina por su singular demagogia: la serie jamás esconde su aura de melodrama quinceañero, fraguado bajo las coordenadas de objeto de denuncia y thriller de salón. Se jacta, vive de eso.
Más que placer culposo, es placer a secas: cómodo, vertiginoso, fugaz. Su éxito pareciera descansar en ese sino trágico que explota la serie y que promete una conexión emocional con el espectador, a quien, lejos de interpelarlo, manipula a través de un didáctico tour de force. Después de todo, se sabe que tras cada capítulo el acoso y la violencia irán en aumento y que los secretos, cada vez más oscuros, saldrán a la luz; mientras eso sucede, la serie machaca ese discurso biempensante que alimenta su trama: una muerte inocente es obra de propios y extraños. Todos somos agresores y, por supuesto, todos somos Hannah Baker.
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— La joven sensación —
Las últimas producciones de Netflix parecen dirigirse a un segmento específico. Si Stranger Things era un guiño nostálgico a la platea de bases tres y cuatro, vitaminada con las fantasías germinales de Spielberg y las cintas de horror de los ochenta, 13 Reasons Why apunta al público adolescente, un nicho codiciado por el gigante del streaming hace mucho.
Con la mente puesta en esa audiencia, la serie —producida por la estrella del pop Selena Gomez y dirigida por gente como Gregg Araki (realizador de la formidable Mysterious Skin) y Tom McCarthy (Spotlight)— hace todo para conquistarla. No es casualidad que su hábil dramaturgia arrastre romances imposibles, misterios entre clases, crímenes silenciados, redes sociales, y un territorio colegial altamente minado, donde lobos y ovejas se confunden por igual.
No es un universo nuevo. Ya en las últimas cuatro décadas la televisión se interesó en echar luces sobre el hostigamiento y el infierno en el interior de las aulas. Muchas de las veces lo hizo de forma sutil, introduciendo personajes que respondían a la psicología del acosador. Wayne Arnold o Eddie Pinetti (Los años maravillosos) Nelson Muntz (Los Simpsons) o, más reciente, Dave Karofsky (Glee) son abusadores hechos y derechos, retratados con no pocas cuotas de carisma, vale mencionarlo.
También hubo programas que abordaron el acoso en episodios especiales. Por ejemplo, en “The Pack” (Buffy la cazavampiros) uno de los personajes centrales, Xander, es víctima de una extraña posesión que lo lleva a ser cruel y abusivo con sus viejos amigos, lo que desencadena consecuencias para su futuro. Menos sobrenatural, “With Tired Eyes, Tired Minds, Tired Souls, We Slept” (One Tree Hill) gira alrededor de un tiroteo en una escuela perpetrado por una víctima de bullying.
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Este capítulo es muestra del cambio de registro y de límites en la televisión. Desde fines de los noventa, con las masacres ocurridas en diversos centros educativos y el salto del número de suicidios a causa del bullying (más de medio millón de estudiantes al año), productoras y cadenas asumieron nuevos riesgos para sus programas de adolescentes. El mundo de citas y oropeles, a la manera de Beverly Hills 902010, dejó de ser la única opción. La idea era acercarse a la profundidad dramática que lograban el cine y la literatura, en la línea de esos muchachos a la deriva trazados por tipos como Gus Van Sant (Elefante), Larry Clark (Bully) o Dennis Cooper (Un cabo suelto).
Producciones como Friday Night Lights y, últimamente, la segunda temporada de American Crime plasman, de forma excepcional, esta nueva mirada. La primera, centrada en los avatares de un equipo estudiantil de fútbol americano, es un drama que desborda humanidad y un modelo de narración potente que deja los patetismos de lado. La otra, perversa como pocas, es una reflexión sobre el abismo que deben sortear las jóvenes víctimas de un abuso, en medio de familias hechas escombros y una sociedad que tiene levantado el dedo acusador hacia ellas.
Pero quizá seala cuarta temporada de The Wire la gran construcción televisiva sobre la adolescencia perdida. Aquí el fracaso de la institución y el modelo educativo es caldo de cultivo para una generación que se ve arrojada a las fauces de la calle y el crimen. En la ficción de David Simon no hay pesquisas por resolver ni vidas que reconstruir; para sus pequeñas figuras erráticas, la marginalidad es, sencillamente, su lugar en el mundo, el rompecabezas en el que encajan a la perfección.
En cada una de estas series, así como en 13 Reasons Why, el rostro de la adolescencia se asoma sin filtros ni maquillaje. Esa es la tendencia que sigue hoy la televisión: mostrarlo tal cual, de frente, descolocado y metiendo miedo.
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