Ya se había resignado a pensar que esos amores de raíz torcida están condenados a seguirse retorciendo hasta la eternidad.
Lo último que alguna vez pensó es que terminaría viajando para ver a Julio. Había entendido —o más oneroso aún: asumido— que se trataba de una guerra fría, de un juego de mesa en un bar de truhanes donde, en un momento que nadie registra, se pierde el orden de los turnos. Un juego en el que por cierto siempre se sintió perdedora, pues su amor por él había sido un absceso prolongado, un martirio que la hizo envejecer a mal ritmo y al que ahora miraba ya casi de espaldas. Pero había llegado el momento en que alguno de los dos debía cerrar el tablero y echar las fichas al bolsillo del saco, para, como es natural, terminar haciendo lo que nunca pensó o lo que nunca quiso, simplemente porque el otro ya no puede seguir jugando.
A Julio Siles le quedaban muy pocas horas.
Los murmullos de vidas anónimas e impacientes que se alistan a despegar o que acaban de aterrizar se juntan en una nube aérea que lo concentra todo para luego expulsarlo en una reverberación áspera. La bulla en el Jorge Chávez se hacía cada vez más insoportable. Debía ser época de vacaciones escolares porque había grupos de adolescentes esparcidos por todo el aeropuerto. Allí, sobre el suelo, arrellanados como en el mejor de los mundos, sus voces resonantes se magnificaban con la voluptuosidad de unas ropas de extremo invierno.
Pero ella no registra nada: sus cinco sentidos han perdido intensidad y lo único que lleva activo es la urgencia por llegar a Londres lo antes posible. ¿A Londres?, pregunta. A Londres y París, responde el viejo Arredondo. En ese entonces su padre mantenía una barba blanca, poblada y peinada; un ritual conveniente para anunciar su riqueza y poder. Hacía ese viaje cada año para someterse a controles médicos y aquella vez quería llevarla. ¿Pero tú y yo solos, papá? No, no, qué va, anda mejor con Florencia, yo quiero conocer Europa con Julio, cuando nos casemos.
Hace ya treinta años, ¿treinta y dos?, que tuviste esa conversación con tu padre, esa oportunidad de conocer Londres. Pero es recién ahora, cuando sucumbes a la rebeldía de las canas porque has decidido no pintarlas más, cuando la rodilla te duele porque el sobrepeso también te ha ganado, cuando ya Julio Siles no viajará nunca a Londres contigo porque es ahí justamente donde se está muriendo, que has decidido poner tus pies en las orillas del Támesis.
Elvira te llamó para darte la noticia pasada la medianoche. Aunque el nombre de Julio Siles fuera un disco rayado que no pretendías desempolvar, al oírlo en boca de su hermana ya no era más el nombre: era él, él en carne y hueso, él quien hablaba y pedía por ti. (…) Ya con tu boleto de embarque decides detenerte por un café para huir lo más que se pueda del alboroto estudiantil. Por momentos, como una eventual corriente de frío, te golpeaba la pregunta de si tenía algún sentido acudir al último llamado que hacía ese hombre por ti cuando nunca aceptaste ninguno de los anteriores. Te quedaba claro que este no sería un acercamiento, sino tan solo la última conversación. Era, sin esperanzas falsas, la oportunidad final de verle la cara y permitirte alguna inconsecuencia. La última y la única vez para poder decirle lo que de verdad sentías, aunque esto último no guardara la menor coherencia con tus actos y palabras a través de los años.
Estabas a punto de franquear la aduana porque no habrías podido quedarte en Lima, porque no sabías amarrarte los pies y dejar que esa historia, acaso la más importante de tu vida, termine sin ti. Por eso, aunque esa aventura apurada fuera un fiasco completo, aunque consumieras buena parte de tus ahorros en asistir a una sombría ceremonia póstuma, igual, apurabas tu café con más decisión que nunca. (…)
—Me regreso a Lima —dijiste rotunda—, ya no tengo nada que hacer aquí.Mercedes te había escuchado hasta entonces en silencio, te había retenido sin preguntas, te había mirado con su brillo ingenuo hasta que le anunciaste tu partida.
—¿A Lima?, ¿qué estás diciendo, Raquel? ¿Qué cosa tan mala puede haber pasado? ¿Has terminado con Julio?
El mostrador de migraciones tiene un papel significativo en las huidas irresueltas. Esa empalizada, esa emboscada donde tú y tu equipaje son sometidos a una radiación obligada para certificar que no cargas objetos prohibidos, hace de interruptor para las dudas flotantes: te anuncia que ya estás del otro lado. Es posible, sí, dar marcha atrás, pero uno sabe que el dilema debió resolverse antes. El camino a la sala de embarque es la confirmación de que has tomado una decisión o de que, sin querer tomarla, has terminado por hacerlo. Ya estabas en Londres sin haber comenzado a volar, imaginando la cara de un hombre que no veías por décadas, manipulando diálogos inexistentes.
Arequipa fue una visita forjada a regañadientes, augurándote que una temporada en la casa de la tía que vivía en la provincia dilataría algunas de las tensiones que tenías con tu madrastra. Les trajiste las fiestas de Lima, la novedad, la desenvoltura, la despreocupación que se vive en las ciudades grandes frente a los hechos triviales. Fue tanta la algarabía de esos primeros días en Arequipa que decidiste quedarte dos semanas más, y dos más, y tres más, y después ya solo regresabas a Lima por temporadas cortas. Pero fue tan firme el motivo —o el sinnúmero de motivos— para quedarte allí, como aquel otro para escapar, para romper con todo y abandonar esa ciudad. Tenías que desligarte de una vida y un lugar que se encargó de borrar con una mano todo lo bueno que hizo con la otra. La causa de tus males no eran las esquirlas recientes de una ciudad de sillar, ni la aridez de su aire ni los zancudos ni los adoquines ni la lluvia ni su volcán. Era alguien que no sabía estar quieto y que no estaba dispuesto a perderte. Era lo mejor y lo peor de esos dos años. Era Julio Siles.
—¿Has terminado con Julio, Raquel? —volvió a preguntar Meche.
—No —respondiste ya casi sin llanto—. Ojalá fuera solo eso.
Subes las escalerillas del avión pensando en un frío que sientes venir a la distancia y que se cuela por tu ropa. Te detienes allí, en el último peldaño, volteando para mirar un aeropuerto que representa una ciudad, un país. Piensas por unos segundos que estás viajando a Londres con Julio para empezar una vida allí, que se despiden del Perú para enmendar lo malo y engrandecer lo bueno, piensas que hoy es ayer, que tomas el camino que decidiste dejar entonces.
Ya te contaré en otro momento, Meche, le dices, ahora no. Tu mirada trata de devolverle con creces el que te haya recibido en ese estado. (…) Todavía con el avión quieto, hiciste un esfuerzo por imaginar al Julio que te estaría esperando. ¿Esperando? ¿Sabrá Julio que estoy viajando a Londres? ¿Estará lúcido, consciente? ¿Quién es el hombre al que voy a ver?
El vecino de asiento estiró su codo hasta obligarte a recoger el tuyo. Como poco te importaba ahora la cortesía con extraños, te reacomodaste con un movimiento integral que disimulaba la rebeldía de tu brazo, el que volvía a su posición original a costa de un choque óseo. El hombre se sorprendió pero permaneció mudo. Unos minutos después, las lucecitas del interior del Boeing se apagaban por completo.
Cuentos: “Las visitaciones”Editorial: Fondo Editorial de la APJPáginas: 140Precio: S/.29.00
Vida & obra Pedro José Llosa nació en Lima en 1975. Es maestro y columnista de opinión. Ha publicado los cuentarios “Viento en proa” (Premio Dedo Crítico 2002) y “Protocolo Rorschach” (finalista del Premio Nacional PUCP 2005); además, ha participado en diversas antologías nacionales y extranjeras. Con “Las visitaciones”, que se presenta hoy domingo 19 a las 17:00 en el auditorio Ciro Alegría de la FIL Lima, ganó el VIII Premio José Watanabe de cuento, organizado por la Asociación Cultural Peruano-Japonesa.