Por Ricardo Hinojosa Lizárraga
En algún momento entre el 15 y el 16 de setiembre de 1973, Víctor Lidio Jara Martínez fue separado violentamente de los otros prisioneros con los que estaba recluido en el Estadio Nacional de Chile, y ninguno de ellos volvió a verlo con vida. Tras inenarrables torturas y 44 balazos, el artista murió… pero ni siquiera entonces conoció el silencio. Momentos antes de ser conducido hacia su muerte, había cogido una libreta donde escribiría, con la velocidad de quien sospecha la inminencia del final, versos como ¡Qué espanto produce el rostro del fascismo!/ Llevan a cabo sus planes con precisión artera/ sin importarles nada/ La sangre para ellos son medallas/ La matanza es un acto de heroísmo. Gracias a Boris Navia, abogado, amigo del cantante y dueño de la libreta que contenía aquel poema convertido ya en epílogo, se hicieron dos copias de ese texto —llamado “Estadio Chile”—, una de las cuales saldría a la luz tiempo después, luego de superar peripecias y controles. Esa escena define el impacto de los cantantes llamados “de protesta”: los regímenes totalitarios necesitaban frenar su influencia y evitar la toma de conciencia de la población, y censuraron letras comprometidas con el cambio, la justicia social y la libertad. Estudiar era un pecado/ Clandestino era saber/ Porque cuando el pueblo sabe/ No lo engaña un brigadier (“Para el pueblo lo que es del pueblo”, Piero). Entre los cantantes, Víctor Jara fue la víctima más dolorosa del proceso que enfrentó al poder contra el pueblo en aquellos años de intensos cambios sociales. Poco tiempo después de su muerte, en 1974, Pete Seeger, el icónico cantante folk norteamericano, comprometido con distintas causas políticas y sociales, traduciría “Estadio Chile”, le pondría música y lo cantaría en vivo, con ocasión del “Friends of Chile Benefit Concert” —en el que también participaron, entre otros artistas, Bob Dylan y Arlo Guthrie, hijo del entonces ya fallecido Woody— realizado en beneficio de las víctimas de la dictadura pinochetista. Ironías de la vida: años antes, Víctor Jara había realizado una adaptación libre de la versión de Seeger de “Little Boxes”, que se convirtió en la conocida “Las casitas del barrio alto”, una visión mordaz e irónica de la clase alta chilena. Finalmente, las protestas del sur y del norte de América eran, en el fondo, la misma. Había un mismo espíritu rebelde, insatisfecho, porque había guerra, hambre e injusticia. Un poco como hoy. Sobre ese espíritu rebelde ha escrito Dorian Lynskey, crítico musical y periodista del diario británico The Guardian. “33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta” es un trabajo exhaustivo que, en sus más de 900 páginas, repasa el impacto social de la música de protesta. Su travesía musical es un viaje que no discrimina géneros musicales: va desde Billie Holiday, Woody Guthrie, Pete Seeger y Bob Dylan, hasta The Clash y Public Enemy, pero incluye un solo tema en castellano: “Manifiesto”, curiosamente, de Víctor Jara. El trabajo de investigación de Lynskey es sin duda valioso, pero nos obliga a volver sobre algunos nombres y temas propios de nuestra región, pues el mapa de Latinoamérica se va dibujando a partir de sus canciones, reflejos nítidos de la problemática propia de sus pueblos. Después de todo, como dice el cantautor español Luis Eduardo Aute: “la mejor canción de protesta es la canción hecha con honestidad”.
***“A las verdades del pueblo las llaman ‘protesta’”, reza una frase vinculada al cantautor argentino José Larralde. Sin embargo, es necesario aclarar que la canción de protesta no es exclusiva de la trova, ni toda la trova es canción de protesta. Es posible encontrar protesta, denuncia y llamado a la conciencia en la salsa (“El padre Antonio y su monaguillo Andrés”, de Rubén Blades), el folclore latinoamericano (“Los ejes de mi carreta”, de Atahualpa Yupanqui), la cueca (“Toy curao”, de Tito Fernández), el bossanova (“Qué será”, de Chico Buarque) , el jazz (“Strange Fruit”, de Billie Holiday —para muchos, la primera canción de protesta de la historia de la música popular—, el reggae (“Get Up, Stand Up”, de Bob Marley), el rock (“Another Brick In The Wall”, de Pink Floyd) e, incluso, en el folclore afroperuano (“Me gritaron negra”, Victoria Santa Cruz). “This Machine Kills Fascists” (“Esta máquina mata fascistas”) estaba escrita en la guitarra de Woody Guthrie desde los cuarenta y la consigna se mantuvo en esta parte del continente varios lustros después, pues los intensos y, muchas veces, violentos cambios políticos, conllevaron una respuesta social muy fuerte. Opresores y oprimidos pugnaban por su propio espacio. Mientras Estados Unidos vivía con intensidad el histerismo por la guerra fría en los cincuenta, en Chile y Argentina Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui germinaban, a su manera, mucho de lo que vendría después en cuanto a canción social. “En el principio era la piedra, era el agua, eran los vientos […]. Primero para nosotros era Yupanqui el que había levantado la música popular argentina con un lenguaje antiguo, pero nuevo para alguna gente, porque él se basaba en el 'Martín Fierro'”, aseguró Mercedes Sosa en Canto libre, un documental dirigido por Claudio Sapiaín en 1979. Y es que el cantautor argentino, vinculado algunos años al partido comunista de su país, fue reprimido por el peronismo, que entonces gobernaba, a causa de su activismo y las letras de sus canciones. “Me acusaban de todo, hasta del crimen de la semana que viene”, dijo alguna vez. “Desde esa época tengo el índice de la mano derecha quebrado. Pusieron sobre mi mano una máquina de escribir y luego se sentaban arriba, otros saltaban. Buscaban deshacerme la mano pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la guitarra, soy zurdo”, completó don Ata. Por su parte, Violeta Parra, la autora de “Gracias a la vida”, hermana del centenario poeta Nicanor Parra, además de ser una importante cantante, fundó también el Museo Nacional del Arte Folclórico. Temas como “Por qué los pobres no tienen”, “Yo canto a la diferencia” o “Mira cómo sonríen” —Miren como sonríen los presidentes cuando le hacen promesas al inocente/ miren como le ofrecen al sindicato este mundo y el otro a los candidatos/ miren como redoblan los juramentos/pero después del voto, doble tormento— son considerados fundacionales de la nueva canción chilena. Pero el movimiento abarcó mucho más.
***“Nuestro canto no es de protesta, porque no hacemos una canción por malcriadez, no la tomamos para encumbrarnos ni hacernos millonarios, es una canción necesaria. [...] No canto porque existe la miseria, sino porque existe la posibilidad de erradicarla”. Las palabras pertenecen a Alí Primera, considerado el cantor del pueblo venezolano y todo un símbolo, especialmente después de su trágica muerte a los 44 años, en 1985. Irónicamente, sus “herederos musicales” no podrían estar más lejos de su registro, de su espíritu y de su conciencia social: son sus hijos Servando y Florentino. En los sesenta, cuando la canción de protesta cobró fuerza, el mundo parecía inmerso en un viaje acelerado y sin control: estaba fresca la Revolución cubana y latente la guerra de Vietnam; vigentes la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, el movimiento hippie, los Beatles y los Rolling Stones, Martin Luther King, Malcolm X, los Panteras Negras, la crisis de los misiles, el asesinato de los Kennedy, la llegada del hombre a la luna (la concreta y la sicológica, porque, mientras la Nasa lanzaba cohetes, Timothy Leary orbitaba su propio mundo gracias al LSD). Parafraseando a Los Prisioneros, eran tiempos en que Latinoamérica era un pueblo al sur de Estados Unidos. Por estas tierras, en los sesenta que Facundo Cabral llamó “la década brillante y heroica que cambió al mundo”, nacía Mafalda y moría el Che Guevara. Gobernaron Velasco, Allende, Perón; se fundaron las FARC y el ELN en Colombia; hubo reformas agrarias, agudización de los conflictos sociales, auge del socialismo, protestas, marchas, levantamientos armados, gobiernos represivos. Contra estos últimos —y a favor de la libertad— cantaron, además de los ya mencionados, gente como los hermanos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, en Nicaragua; Pablus Gallinazus, en Colombia; Noel Hernández, en Puerto Rico; Daniel Viglietti y Alfredo Zitarrosa en Uruguay; Quilapayún, Inti-Illimani, Los Jaivas, y los hermanos Parra en Chile; Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, en Cuba; Victoria y Nicomedes Santa Cruz, reivindicadores de la cultura afroperuana; Jorge Cafrune, Sui Generis, León Gieco, Víctor Heredia, César Isella, Pedro y Pablo, en Argentina; Gilberto Gil, Milton Nascimento, Caetano Veloso, en Brasil. Y podríamos seguir engrosando la lista. Lo cual nos hace pensar en lo significativo que es que hoy ellos sigan cantando sus temas de aquel entonces, con una vigencia aterradora, y no haya un cantautor joven y representativo protestando también. Aparte de las voces de algunos artistas underground —como sucedió en el Perú de los ochenta, con himnos subtes como “Represión” y “Sucio policía”, de Narcosis; o “Al colegio no voy más”, de Leuzemia—, la presencia de los temas sociales se ha reducido en la música popular actual. Y no, no hablemos de Calle 13. Hay violencia y problemas políticos en Venezuela, desigualdad económica en Brasil y Argentina, conflictos sociales en Bolivia y Perú. ¿Dónde está la gran voz que nos debería estar contando —y cantando— sobre todo eso? La respuesta nos hace volver a Martin Luther King: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los que no tienen ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”.