La semilla es pequeña, perorompe cualquier piedra, cualquierroca, y la hace florecer.
José María Arguedas
Quizá habría que empezar por la Constitución Política del Perú:
“Toda persona tiene derecho: […] A la libertad de creación intelectual, artística, técnica, científica, así como a la propiedad sobre dichas creaciones y a su producto. El Estado propicia el acceso a la cultura y fomenta su desarrollo y difusión”.
Y ahora preguntarnos si esto es verdad.
Cuestionarnos si se defiende ese derecho.
Luego escuchar lo que tienen que decir los gestores culturales de los distintos barrios de Lima, quienes aseguran que el arte y la cultura son las herramientas de cambio que nos llevarían hacia un mundo distinto: un lugar mejor.
Lo dicen así, con similar ímpetu, en una biblioteca comunal en Pamplona Alta y en una oficina en Miraflores.
Lo repiten así, desde la experiencia que otorgan los años de agrupaciones como Arena y Esteras y Vichama (tres décadas haciendo la revolución cultural en Villa El Salvador) hasta el idealismo juvenil de Pasito a Paso y Arte y Alma (dos colectivos de artistas que dedican sus fines de semana a compartir su pasión).
Desde Fabiola Figueroa, directora de Artes en el Ministerio de Cultura, hasta la niña Paula Lizano, quien en pocos minutos debe subir al escenario del Gran Teatro Nacional y con sus 11 años y su voz de contralto cantar frente a más de mil quinientas personas. Ella interpretará junto al coro de Sinfonía por el Perú, entre otros temas, este de José Luis Perales:
Yo canto para que se escuche mi vozY yo para ver si les hago pensarYo canto porque quiero un mundo feliz Y yo por si alguien me quiere escuchar.
Pero ahora Paula está sentada en uno de los camerinos del Gran Teatro Nacional —sus pies se tambalean en el aire—, sonríe y habla bajito. Su madre, Paulina Rodríguez, está al costado y resguarda las palabras de su hija. “Siento una emoción que ni en sueños pensaba sentir”, dice la señora. Paula es parte de Sinfonía por el Perú, una iniciativa que fundó el tenor Juan Diego Flórez en el 2011 y que hoy llega a más de 5.000 niños (6.000 desde marzo de este nuevo año) en todo el país. Manchay, donde se gestó el proyecto, es también el hogar de Paula, una zona en situación de pobreza extrema y que suele aparecer en la prensa por noticias como estas: “Manchay: capturan a banda de menores de edad” o “Reportan desaparición de niño de 10 años”. Pero los barrios tienen vida más allá de los periódicos. La señora Paulina cuenta que ahora es común que los chicos de su zona escuchen música clásica y que caminen por las calles de arena con un violín en el hombro. O que sueñen con ser artistas. “Yo amo cantar… quiero ser cantante”, dice Paula, en tono bajito. Cuesta creer que en pocos minutos no necesitará de un micrófono para que su voz, unida a la de sus compañeros, retumbe en este auditorio, uno de los mejores de Sudamérica.
Que canten los niños que viven en pazY aquellos que sufren dolor;Que canten por esos que no cantaránPorque han apagado su voz.
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“Yo tenía cinco hermanos y no hablaba mucho, pero al venir acá todo cambió. Recuerdo que primero los vi en la calle. Tendría cuatro años y ellos pasaban con zancos y malabares. Me impactó… así que me inscribí en sus talleres. Ahora tengo 25 años y estoy agradecida porque aquí descubrí algo que no sabía que tenía… aquí al fin pude ser yo”.
Aquí: el Centro Cultural Vichama de Villa El Salvador, en Lima Sur. Hasta hace unos minutos, Cindy Rosales interpretaba frente a unos 120 niños de la I. E. Max Uhle a una gata holgazana que lidiaba contra una gallina que quería sembrar maíz. La obra, una de las tres que tiene la organización en su cartelera permanente, es una metáfora de cómo el esfuerzo constante propicia vida: la gallina tiene una semilla y busca que sus vecinos de la granja —la gata, el pato, la chanchita— le ayuden pero nadie le acompaña en su objetivo. Al final, hace sola el trabajo y el cereal germina. César Escuza, fundador de Vichama, no estuvo solo hace 34 años cuando inició este proyecto que al año recibe a 30.000 espectadores, 20 veces más la capacidad del Gran Teatro Nacional. Lo acompañaron otros artistas y los vecinos de este distrito.
Ellos se encargaron de hacer florecer la organización: Vichama tiene el programa Formador de Formadores al que Cindy ingresó luego de estar en talleres de teatro, circo y música de los 4 a los 11 años, y de haber sido parte de un proyecto de radio comunitaria hasta la adolescencia. “A través del arte se cambian muchas cosas y nosotros somos imagen viva de eso”, dice Cindy, con los restos del maquillaje de la gata aún en el rostro.
A unas siete cuadras de Vichama, por la avenida Los Álamos, se encuentra la organización Arena y Esteras y allí, esta mañana de inicios de verano, Arturo Mejía analiza una hoja de Word: es un cuadro de entrada múltiple donde aparecen los logros, los acontecimientos históricos y políticos y la cantidad de generaciones que ha pasado por este espacio (seis en total).
“Esto surgió a raíz de la muerte de María Elena Moyano, en 1992. En ese momento se desmoronó nuestro tejido social. Había una precariedad que nos separaba y una violencia que nos desaparecía”, dice Rafael. Hay que recordar, siempre hay que recordar. 1992 fue uno de esos años dolorosos para el Perú: Alberto Fujimori perpetró el autogolpe al disolver el Congreso; un grupo de terroristas hizo explotar un coche bomba en la calle Tarata de Miraflores y dejó 25 muertos y 155 heridos; se capturó a Víctor Polay Campos, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), y también a Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso. El miedo en las calles de Villa El Salvador, como en otros lugares del país, era rutinario: se interrumpían las asambleas vecinales y se amedrentaba a quien hiciera pronunciamientos. Muchos colectivos iniciaban una labor de resistencia en defensa de la paz o de algo que se pareciera a ella. “Como nosotros no encajábamos en ninguna organización política, iniciamos una movida cultural”, dice Rafael, voz pausada y firme. Un grupo de 20 o 30 chicos tomaron las escuelas comunales (Proneis) para hacer talleres de títeres y collages. Sus pasacalles eran similares a los que por esos años también vería Cindy Rosales: personas jóvenes, alegres, con narices rojas, elevadas en zancos, insufladas por una música festiva y con un telón de fondo lúgubre que no hacía menguar su mensaje final: tu mundo no tiene que ser gris, puede ser a colores. Puedes ser feliz.
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Niños participantes de Arte y Alma, un colectivo que realiza talleres de arte en el asentamiento humano Nueva Villa, en Villa El Salvador
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“El trapecio es la metáfora perfecta de la vida como un reto”. Patricia Frías tiene un tono de voz tan español como tenaz, y una sonrisa constante en el rostro. Ella es la última en salir de su pequeña oficina: un espacio que La Tarumba habilitó cerca de su sede principal y donde se hace el monitoreo de Cuerda Firme, un proyecto que mediante talleres de circo, teatro y música desarrolló habilidades socioemocionales para la empleabilidad en jóvenes de zonas vulnerables —vulnerables a la violencia, al desempleo, a las drogas, a ese peligro que es tener mucho tiempo libre y pocas oportunidades en la vida—.
Dentro de unos días, Patricia, coordinadora nacional de Cuerda Firme, volará a Madrid, su ciudad, y no sabe muy bien qué será de su futuro. Por ahora solo está conforme porque el proyecto, que contó con el respaldo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y con la asesoría del Circo del Sol, ha dejado una huella positiva en el sector cultural: por primera vez se ha medido el impacto de las artes en la inserción a la vida adulta de las personas.
El efecto que causa recibir clases de canto todas las semanas o asistir a talleres de teatro durante la niñez es hasta cierto punto subjetivo y suele carecer de eso que se busca en estos tiempos cuando se habla de desarrollo, en el sentido que le da la ONU a este término: una forma de superación de la pobreza. “Hasta ahora, no se ha puesto realmente en números cuánto mueve el arte a nivel social. Esa es una data poderosa que les va a permitir a los gestores culturales mostrar los logros de su trabajo”, dice Patricia. Luego se levanta de la mesa con ímpetu y camina hacia su computadora. “No quiero decirte cifras que no son, todos los resultados los tengo aquí”, agrega.
Participaron del proyecto Cuerda Firme 466 jóvenes. Algunos de ellos con experiencia laboral previa, pero informal. Se cumplió con que la mayoría fueran mujeres (un 58%) porque es una población más vulnerable a la violencia de género, al embarazo prematuro, a la discriminación laboral.
Los participantes provinieron de 31 organizaciones, entre grupos culturales, barriales y parroquiales de distritos como San Juan de Lurigancho, Comas, Ventanilla, entre otros.
Hubo alianzas con 11 empresas.
El 62% de los participantes ya está inserto en el mercado laboral formal. Pero la cifra crecerá porque el programa recién terminó en noviembre pasado.
El 88% mejoró sus habilidades socioemocionales: pueden realizar trabajos en equipo, tienen mayor autoestima y son capaces de expresarse con asertividad y creatividad. Es decir tienen competencias que los empleadores actuales buscan.
A 14 cuadras de la oficina de La Tarumba, en el piso diez de un edificio de la avenida Larco, en Miraflores, Miguel Molinari, director ejecutivo de Sinfonía por el Perú, reafirma esta idea: “Antes de que hiciéramos nuestra medición con Grade (Grupo de Análisis para el Desarrollo), no existía evidencia del impacto de la música”. Molinari habla con la seguridad que le dan los números.
Los niños participantes de los núcleos de Sinfonía por el Perú tuvieron una mejora del 30% de su autoestima y autoconfianza. Elevaron en 19, 20 y 34% su perseverancia, creatividad y rendimiento escolar, respectivamente. Y disminuyeron en 29% los niveles de agresividad; y en 46%, los de violencia psicológica en el hogar.
Fabiola Figueroa, directora de Artes del Ministerio de Cultura, escucha por teléfono estos indicadores y comenta que recién en su sector se ha realizado una medición sobre el consumo y la participación cultural con un universo de 51.680 personas. Los resultados estarán en el primer trimestre de este 2017. “Es una línea base sobre la cual podemos trabajar”, dice la funcionaria, y recuerda la labor realizada con los Puntos de Cultura (ver infografía de la página 11); o con Infoartes, un registro virtual donde se tiene data, aún incipiente, del mercado y la infraestructura cultural. Pero falta algo más, y ella lo reconoce: “Es necesario tener una política nacional de cultura, es decir, tener lineamientos concretos”.
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Es uno de los últimos feriados del año 2016, y Gabriela Tenicela ha tomado dos buses desde su casa en Breña para llegar, tras casi dos horas de viaje, hasta el asentamiento humano Nuevo Progreso, en Pamplona Alta, San Juan de Miraflores. Son las cuatro de la tarde y espera a que una señora abra la biblioteca comunal que su organización, A Soñar Aprendí Leyendo, fundó en esta localidad. A su alrededor, impacientes, un grupo de niños y niñas que no superan los diez años espera con sendos libros en las manos. Se abre la puerta y los niños corren y colman el pequeño espacio de lectura.
“Estos niños van a cambiar la realidad de su zona”, dice Gabriela. Su viaje hasta aquí fue mayor que el de esta tarde: en el 2010, como parte de un voluntariado, ella estuvo en la comunidad de Tambo Grande, en Piura, e implementó un espacio de lectura en el colegio Fe y Alegría 35. Tuvo que hacer una campaña de recolección de libros, gestionar el mobiliario y empezar un método de intervención: dinámicas, cuentacuentos, títeres, pruebas de medición, reuniones con los padres. Hoy, A Soñar Aprendí Leyendo sigue en el norte del país, pero desde el año pasado también tiene este otro espacio donde ahora Evelyn Pamela —seis años, polo verde manchado, sandalias, un libro de una niña con un animal en la portada— hace cola para pedir el libro número 48 que leerá en lo que va del año.
“Hago esto porque es lo que me gusta hacer”, dice Gabriela con una sonrisa que no deja espacio para la repregunta.
“Yo considero que esto es mi trabajo”, asegura Fátima Foronda, quien es periodista y también guitarrista de la banda de metal alternativo Área 7, pero esta mañana ella se refiere al reverso de sus días: a su labor como directora de Pasito a Paso, un colectivo de artistas que a través del arte busca mejorar la calidad de vida de niños de zonas rurales y urbano-marginales. A través de talleres de pintura, plastilina, mandalas, esculturas y murales, ella y los voluntarios que la acompañan suelen conectarse con personas de Villa El Salvador, Villa María del Triunfo y San Juan de Miraflores o Puno (Macusani, Amantaní), Ayacucho (Huanta, Huancayoc) y Huaraz (Huambo, Conococha). “Más que dar, para nosotros es saber que al final de nuestras vidas pudimos hacer algo”, dice Fátima, sentada en el sillón del departamento en el que vive con su hermana y su mamá. Frente a ella, unas bolsas grandes presagian su pronta partida: en unos días, viajará a la sierra para organizar talleres de arte en algunas comunidades.
“A veces me dicen que me rinda, pero a mí me gusta esto, disfruto de estar con los niños”, dice Johanna Massiel, sentada en medio de una sala de exposiciones, donde en un par de días se inaugurará una muestra de artistas, entre los que se encuentra La Chica de las Máscaras, el alter ego que le permite financiar las acciones de Arte y Alma, un colectivo de alrededor de 15 voluntarios que realizan talleres de arte en el asentamiento humano Nueva Villa: 250 casas sin agua, desagüe ni títulos de propiedad de Villa El Salvador. “Nosotros creemos en tres verbos: creer, crear y compartir”, dice Johanna, artista e hija de un pintor.
Compartir. En un país donde hay un teatro por cada medio millón de personas o que recién está instaurando una política de fortalecimiento de las capacidades artísticas en los colegios (los programas Expresarte y Orquestando, además del incremento de una hora académica de la materia en los colegios que impulsa el Ministerio de Educación), acercar el arte a quienes no suelen tener acceso es un acto de justicia, una forma de hacer cumplir ese derecho del inicio de este texto. Y son iniciativas como estas las que lo consiguen, como La Combi – Arte Rodante, una organización fundada por un grupo de realizadores, en su mayoría españoles, que viaja por el país con una pantalla inflable de siete metros para crear esa magia que se ve en la película Cinema Paradiso: espacios comunitarios unidos por la expresión audiovisual. El proyecto ha llegado tanto a Puente Piedra y Comas como a Satipo y Madre de Dios, no solo con proyecciones sino también con talleres para niños de producción de documentales y stop motion. “Una vez, Patricia, una madre de familia, nos dijo: ‘Gracias por poner un cine que nos hace mejores personas’”, cuenta Miguel González, uno de los gestores de esta actividad.
Al final quizá se trata de eso: de hacer mejores personas y no tanto de formar artistas. Porque dicen que así el mundo sería distinto: un lugar mejor.