“Sencillamente no puede evitar ser leal, encantador y amable. Es una máquina… hecha así. Es más de lo que se puede decir con respecto a los humanos”. A los 19 años, el joven Isaac Asimov, nacido en Rusia en 1920 y emigrado a los Estados Unidos tres años después, describía así, en su primer cuento, la visión que lo encandilaría durante más de cinco décadas y miles de páginas escritas: los robots, la posibilidad de máquinas con apariencia humana y capacidades ilimitadas, que incluso pudieran equipararse a sus creadores. “A veces creo que, en los desesperados apuros de la Humanidad actual, deberíamos estar agradecidos por tener amigos no humanos, aunque solo sean unos amigos que nos construimos nosotros mismos”, escribió años después, cuando ya era el escritor de ciencia ficción más famoso del mundo.
La literatura de ciencia ficción tiene nombres ilustres desde el nacimiento oficial del género en el siglo XIX, con Jules Verne y H. G. Wells a la cabeza; y otros muy grandes, desde entonces, como Ray Bradbury, Philip K. Dick y Stanislaw Lem, por citar a autores de obras maestras como El hombre ilustrado, El hombre en el castillo y Solaris. Pero hay tres que son considerados “los más grandes” (The Big Three) de toda la historia: Arthur C. Clarke (baste mencionar 2001: Odisea en el espacio), Robert Heinlein (conocido como “el decano de la ciencia ficción”), e Isaac Asimov. Este último es el más universal, influyente y popular de todos.
La mayoría lo conoce más por la famosa saga de “Fundación”, que inició con la trilogía ganadora del prestigioso premio Hugo a la mejor serie de ciencia ficción de todos los tiempos, conformada por Fundación (1951), Fundación e imperio (1952) y Segunda fundación (1952), e inspirada en la historia de la decadencia del Imperio romano. En ella, la psicohistoria —disciplina que combina psicología social y matemáticas— permite el cálculo estadístico del comportamiento de grandes sociedades para evitar catástrofes ubicadas a miles de años en el futuro con precisión porcentual, como la gran premisa que da pie a argumentos dignos de Maquiavelo y a cátedras elevadas de historia.
El corazón del Asimov de las “fundaciones”, sin embargo, desde el inicio se inclinó hacia otro lugar, más cercano a su formación como bioquímico en la Universidad de Columbia e investigador de la de Boston. La historia de la galaxia, dentro de un universo plausible, podía hacerlo escribir novelas de culto, o cuentos como “La última pregunta”, en el que supercomputadoras intentan resolver, a través de millones de años y cientos de generaciones humanas, cómo detener el fin del cosmos solo para obtener los datos suficientes cuando nadie existe ya para escuchar la respuesta. Pero la realidad lo seducía aún más, y lo hacía soñar con todas las variedades concebibles de robots y de inteligencias artificiales, y el potencial que ellas encerraban.
“Ha ocurrido que mis cuentos de robots han tenido casi tanto éxito como los libros de base. Si quieren saber la verdad (en un susurro y, por favor, guarden el secreto) a mí me gustan más las historias de robots”, confiesa en el prólogo de Visiones de robot (1990), dos años antes de su muerte.
—Visiones de robot—
Cuenta Asimov que a fines de los años veinte y comienzos de los treinta, entre la niñez y la adolescencia, fue un lector voraz del género que cultivaría. Tuvo mucho que ver su padre, quien administraba tiendas de golosinas en Brooklyn en donde vendía también revistas pulp pobladas de historias de robots, que tanto le llamaron la atención al pequeño Isaac.
El término robot había sido utilizado por primera vez en 1920 por Karel Čapek, quien usó la voz checa para “trabajador forzado”. Asimov no los veía de esa manera, como esclavos que, tarde o temprano, con un “complejo industrial Frankenstein”, adquirían emoción y, resentidos, se sublevaban contra la raza humana para exterminarla. Los veía como máquinas falibles, pero con un potencial infinito para impactar de manera positiva en el ser humano.
En 1939, cuando Asimov comenzó a escribir y publicar historias de robots en la reconocida revista Astounding Science Fiction, lo hizo con una visión muy distinta a la del androide vengativo. Vio que todo descubrimiento encerraba un peligro, pero que éramos capaces de controlarlo. Instado por su editor, quien observó en él esta inquietud, creó las tres leyes de la robótica (ver recuadro), que lo hicieron famoso entre los lectores y escritores del género. Poco a poco, la vieja concepción del robot que busca venganza contra su creador, utilizado como metáfora del mal, pasó a ser una entidad más de ‘carne y hueso’, un robot real, un no emocional, construido por ingenieros, que permitía describir un futuro tecnológico y sus posibilidades.
Esa concepción no evitó que Asimov explorara todas las vertientes que le permitía la robótica: aunque los robots eran máquinas, las tres leyes cargaban las semillas de innumerables conflictos, como el robot que lee mentes y se ve obligado a mentir porque no puede decirle a un humano algo que no desea escuchar, o el hombre que sospecha que es un robot y se obliga a sí mismo a golpear a otra persona para comprobarlo.
Un retrato de Isaac Asimov, tomado en 1965 (Wikicommons)
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Con los años, esto llevó a Asimov de la pura ‘mecánica’ de regreso a la emoción. Piénsese en El hombre bicentenario (1976), donde el androide, en su proceso de adaptación a la humanidad, termina por querer ser una persona más. Antes había pasado por la psicología, el suspenso y el misterio, como vías para acercarse a lo humano, con personajes como la robopsicóloga Susan Calvin, obsesionada con la mente de los robots; o el robot R. Daneel Olivaw, especie de antecesor de la personalidad del lógico Sr. Spock de Star Trek, que junto al detective humano Elijah Baley resuelve misterios y asesinatos en diversos cuentos y novelas para luego convertirse en pieza clave del universo ficcional de Asimov, como una suerte de defensor de la humanidad, pensada como un todo.
No es casual que Asimov no hable de razas extraterrestres, sino de galaxias pobladas por humanos sin distinción, a diferencia de otros escritores más centrados en el contacto con otras civilizaciones. Llegado un punto, la saga de “Robots” se articuló con la de “Fundación” en la batalla contra la decadencia cultural y la colonización de la galaxia como ejes recurrentes también en la trama robótica.
Las máquinas de Asimov tienden a ser benévolas, como Daneel, pero también son, a veces, malvadas. Esto solo refleja su preocupación por la ‘cara vil’ del fenómeno robot, viniendo de un científico que nunca pensó que vería en vida lo que su imaginación dictaba.
El desarrollo del microchip en los años setenta permitió que la miniaturización de computadoras que él había previsto, así como los robots industriales se convirtieran en realidad. Solo entonces comenzó a escribir ensayos sobre robótica, cuando desde hacía muchos años lo hacía de temas científicos. Con su reconocida falsa modestia, Isaac Asimov siempre hinchó el pecho no solo por la influencia de sus historias en otros escritores, sino también en el mundo real, en la parcela de los científicos y sus inventos. “No es mi culpa, al fin y al cabo, si la ciencia alcanza por fin el nivel de mis nociones más simples”, ironizó.
—De la ficción a la divulgación—
La ciencia ficción consiste en pensar en condicional. En preguntarse ¿qué pasaría si…? En pensar futuros posibles o verosímiles. Ahí radica la explicación de la obsesión de Asimov por los robots, la economía, las matemáticas y el futuro. Ahí, la razón por la que alguien como Paul Krugman, premio Nobel de Economía, se inspirara en la psicohistoria para elegir su carrera. Ahí, por qué Asimov, además de ser el más influyente escritor de ciencia ficción sea también uno de los más grandes divulgadores científicos e históricos de nuestro tiempo.
El lanzamiento del Sputnik en 1957 para orbitar la Tierra hizo que diversos medios lo buscaran para escribir sobre el tema. La revista Magazine of Fantasy and Science Fiction lo invitó a colaborar en sus páginas, no como narrador de ficción, sino como experto. Sus artículos sobre temas tan diversos como agujeros negros o elementos químicos, y también sus perfiles de científicos, como Arquímedes, Faraday o Einstein, fueron disciplinadamente recopilados en libros. El más famoso, Guía de la ciencia para el hombre inteligente (1960), donde se explaya sobre las ciencias biológicas y físicas, solo demostró que el conocimiento que alimentaba sus ensayos estaba en constante ebullición. El libro tuvo que ser reeditado en 1984 con el nombre Nueva guía de la ciencia, obra que al día de hoy necesitaría de vuelta al maestro para seguir actualizándose.
Muestra de la fama de divulgador científico que Asimov se granjeó durante décadas es su colaboración, en 1965, con la revista Science Digest para su sección “Por favor, explique”, donde, como erudito, contestó mensualmente, durante ocho años, y en tan solo 500 palabras, las preguntas que los lectores enviaban. La sección fue rebautizada desde el primer año como “Isaac Asimov explica”, reuniéndose el centenar de respuestas acumuladas en Cien preguntas básicas sobre la ciencia (1973), que incluían desde “¿Qué es el método científico?” hasta “¿Por qué se extinguieron los dinosaurios?” o “¿Cuál es la velocidad del pensamiento?”.
Pero la ciencia no fue su único bastión. La historia, presente en la concepción de las “fundaciones”, también lo fascinó. Escribió libros sobre Egipto, Grecia, Roma, Constantinopla, la Edad Media o la formación de Inglaterra, Francia y América del Norte. La historia lo llevó también a estudiar la Biblia a fines de los sesenta, explicándola al milímetro histórica, política y hasta geográficamente en dos tomos que luego se reunieron en Guía Asimov para la Biblia (1981), un monumental volumen de 1.300 páginas.
Asimov fue un intelectual total, que abarcó desde la ficción las posibilidades de la humanidad; y desde la historia y la ciencia, sus realidades. Hace sentido que en 1985 fuera elegido Presidente Honorario de la Asociación Humanista Estadounidense, organización racionalista, antiteísta y antisobrenatural, cargo que ocuparía hasta su muerte en 1992, a causa del VIH que contrajo luego de una transfusión en 1983, según contó su viuda, Janet Opal Jeppson.
—Hágase la luz—
Isaac Asimov, ese personaje de peculiares patillas y mente brillante, echó luz sobre todos los temas que transitó desde sus primeros años de adolescente hasta su partida hace 25 años, a la aún joven edad de 72. Fue un renacentista fuera de tiempo, experto en múltiples campos del saber y generoso para compartir su conocimiento con el gran público. En el mundo actual de la hiperespecialización, figuras como la suya se hacen extrañar.
Tanta claridad no vino solo de las ideas que fluían sin parar de su mente; fue autor de, se calcula, de más de 500 libros y, en el género epistolar, de unas nueve mil cartas y postales. Vino también de un lenguaje elegante y a la vez accesible, que no subestima al lector; de argumentos sagaces, intrigantes y reveladores, que mantienen magnetizados por igual al catedrático y al fan.
Dos años antes de morir, en el prólogo de sus Cuentos completos (1990), dos volúmenes que reúnen, para él, sus mejores cien relatos, Asimov admite: “Me pregunto dónde encontré tiempo para escribir tantos cuentos, considerando que también he escrito cientos de libros y miles de ensayos. La respuesta es que me he dedicado a ello durante 52 años sin pausa”.
Al final de “La última pregunta”, luego de trillones de años, la última de las supercomputadoras ubicada en una especie de hiperespacio sin lugar ni tiempo, con el fin del universo ya consumado y sin nadie a quien informarle si hubiera sido posible evitarlo, dice: “¡Hágase la luz!”. Es inevitable relacionar este guiño a la creación del universo en su caos final con todo lo que le brindó a sus lectores, de principio a fin, ese niño voraz, ese adolescente soñador, ese adulto aterrizado y veraz que fue Isaac Asimov. Con él, siempre se hizo la luz.
Internet, Google y Asimov
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“Una vez que tengamos conexiones de computadoras en cada hogar, cada una conectada a enormes bibliotecas donde cualquiera pueda hacer preguntas y tener respuestas sobre cualquier tema, y puedas descubrir lo que quieres saber desde tu propia casa, a tu propio ritmo, en tu propio tiempo, en ese momento cualquiera disfrutará aprendiendo”.- Isaac Asimov, entrevistado por Bill Moyer, en el programa El mundo de las ideas (1988).
Las tres leyes de la robótica
Yo, robot (1950) es una colección de relatos donde Asimov propone las tres leyes de la robótica, y cuya estética está inspirada en los pulp que él mismo leía en los treinta.
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“Ha sido como mucho mi invento literario más famoso, citado a tiempo y a destiempo por otros. Si todo lo que he escrito debe olvidarse algún día, las tres leyes de la robótica serán sin duda lo último que se desvanezca”, confiesa Asimov, quien, al crear sus leyes, inventó también de paso el término robótica (también fue el primero en hablar de cerebros “positrónicos”) . Las siguientes leyes fueron explicitadas en su cuarta historia de robots, “El círculo vicioso”, publicada en 1942:
1. Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea lesionado.
2.Un robot debe obedecer las órdenes recibidas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no sea incompatible con la primera y segunda ley.
Las leyes le abrieron una infinidad de vetas narrativas para explorar sus posibilidades y consecuencias. Además, su influencia es enorme: han sido tomadas en cuenta para la programación de robots reales, así como han prefigurado desde la moralidad de algunos superhéroes hasta íconos como Robocop.