Es posible expresar algo nuevo sobre James Joyce? A estas alturas, tres cuartos de siglo después de su muerte, daría la impresión de que se ha dicho todo sobre el escritor irlandés, como parecen corroborarlo los miles de estudios que se le han consagrado en el mundo entero. Es verdad que en vida apenas publicó siete libros (dos poemarios, una colección de cuentos, una pieza de teatro y tres novelas), pero ¡qué tales libros! Joyce fue un prestidigitador verbal que, en cierta manera, quiso dejar su huella en todos los géneros (incluso en la crítica literaria), aunque fue en la narrativa donde llegó más lejos de lo que jamás soñara autor alguno. Si ahora seguimos intentando desentrañar las claves de su obra, ello se debe a que configuró un universo proteico e inagotable. En buena cuenta, cada vez que abrimos una puerta, accedemos a un espacio donde descubrimos otra puerta y esta nos lleva a un nuevo ámbito, donde nos aguarda una puerta más y así ad infinitum. Joyce define mejor que nadie el siglo XX, pues no solo clausura una tradición sino que inaugura la modernidad literaria. Por supuesto, hay otras figuras renovadoras de alto vuelo, como Kafka (que exploró la dimensión fantástica y absurda de la condición humana y, de paso, vislumbró la amenaza de los totalitarismos que asolarían a Europa) y Proust (que trastocó nuestro sentido del tiempo en su afán por contrarrestar la finitud de la existencia), por no mencionar a Woolf y Faulkner, epígonos que asimilaron las innovaciones técnicas y bregaron por acuñar las suyas. No obstante, la revolución formal que emprendió Joyce fue la más transgresora de todas, ya que se empeñó en potenciar al máximo los recursos inherentes a la lengua. Con su “Ulises” (1922) impuso una manera distinta de escribir y contar que cambiaría para siempre el arte de novelar. Y, no contento con ello, se obsesionó por trasponer sus propios límites con una obra que llamamos novela a falta de mejor término y que resulta inextricable e inexpugnable, por decir lo menos. Nos referimos a “Finnegans Wake” (1939), cuyos secretos aún continúan intrigando a una exclusiva cofradía de fieles. “Ulises” debe de ser la novela moderna más celebrada, pero también una de las menos leídas. Tanto así que uno de sus más entusiastas devotos, Borges, dejó entrever que no la había terminado. ¿Una herejía? En absoluto. Después de todo, no se trata de una novela corriente e, incluso, podría ser calificada de antinovela (pese a su argumento lineal). Algunos exégetas piensan que, al igual que la Biblia, es un libro de libros. Y, en ese sentido, ofrece la posibilidad de acceder a ella por cualquier parte, más aun porque cada capítulo está escrito con un estilo diferente y contiene una historia relativamente autónoma. Desde luego, para realizar este tipo de lectura, azarosa u ocasional, conviene recordar la trama general. Como se sabe, Joyce se propuso narrar los sucesos que vive su protagonista, Leopold Bloom, un mediocre publicista judío de unos 40 años, durante un día en la ciudad de Dublín. En rigor, no se cubre toda la jornada, sino 18 horas y 45 minutos, a partir de las ocho de la mañana del 16 de junio de 1904. La novela se presenta como una obra poliédrica y multidimensional, ya que participa tanto del naturalismo como del simbolismo. Sus capítulos remiten a episodios de “La Odisea” y, por tanto, exigen que el lector conozca bien la epopeya homérica. Bloom es un Ulises que vagabundea por la capital irlandesa y demora su regreso al hogar (también es un trasunto del judío errante). Acuciado por frustraciones personales y dificultades de adaptación social, padece un doble exilio, interior y exterior, situación que empeora por sus problemas conyugales y el rechazo que siente debido a sus raíces judías. Su encuentro con Stephen Dedalus (quien encarna el rol de Telémaco), alter ego del joven Joyce que ya había aparecido en su novela previa, “Retrato del artista adolescente” (1916), aumenta las resonancias biográficas de la novela (todas las personas y lugares mencionados tienen una contraparte real) y da pie para confrontar las preocupaciones intelectuales y religiosas que atenazaban al escritor. La complejidad del “Ulises” reside no solo en su peculiar estructura y correspondencia con el mito homérico, sino en la constante alteración del tono del relato. Joyce combina una aproximación objetiva con una indagación de corte introspectivo, como si quisiera mostrar simultáneamente los diversos planos que conforman la realidad, con un enfoque similar al de la pintura cubista. Cambia el punto de vista en función de las necesidades dramáticas y acelera o dilata el ritmo narrativo a voluntad, mientras alterna un discurso grave y reflexivo con otro sarcástico y burlesco. Y, como si eso no bastara, cada capítulo adopta la forma de un género distinto, desde una pieza teatral o unas notas periodísticas con sus respectivos titulares hasta un interrogatorio judicial o un ensayo científico, esfuerzo que culmina en un notable tour de force: el monólogo interior de Molly Bloom, esposa del protagonista y antítesis de la fiel Penélope. Su largo soliloquio pretende reproducir el flujo de la conciencia, efecto que el autor logra con una cadena de asociaciones libres, sin pausas ni puntuación, una confesión sensual y descarnada que simula la marea tumultuosa del subconsciente. Hasta ese momento, ningún escritor se había atrevido a tanto. Los desafíos que plantea el “Ulises” han desconcertado a varias generaciones de lectores. Joyce fuerza el registro verbal, disloca la sintaxis y funde palabras para generar un espectro plurisignificativo. Y no se ciñe al inglés, pues combina vocablos de diversas lenguas (francés, italiano, alemán, español, ruso, entre otras), apela al argot y a variantes dialectales, o se vale de referencias cultas que incluyen el griego, el latín y el gaélico. Pero, atención, esta manipulación lingüística —que alcanza su clímax en “Finnegans Wake”— no es una mera demostración de pirotecnia lexicológica. Joyce explicó una vez que un campo de batalla (battlefield) se convierte a la larga en un campo de sangre, lo que le permite crear una nueva palabra (bloodfield), cuya pronunciación guarda una semejanza fónica con la anterior. En consecuencia, consigue que una sola expresión irradie varios significados. Esto se hace patente en el título que dio a su última obra, que puede traducirse como “El despertar de Finnegan” o “El velorio de Finnegan”. O sea, la vida y la muerte implícitas en la misma frase. Por otro lado, más allá de los neologismos, onomatopeyas y parodias retóricas, la novela despliega un abanico de conocimientos acorde con la erudición del autor y su aspiración totalizadora. Ulises es una obra abierta donde entran todas las manifestaciones humanas, ya sean viscerales, como las funciones fisiológicas; o de naturaleza más elevada, como las discusiones estéticas y teológicas. La novela se asemeja a un mosaico cuyas piezas, al ser cambiadas de lugar, varían el sentido del conjunto. Este funciona como un caleidoscopio que recrea y multiplica las imágenes de la realidad según el capricho del observador. Se presume que Joyce estableció una correspondencia de los episodios que no se circunscribía a las horas del día y admitía equivalencias con los colores, con los movimientos de una sinfonía, con las partes de la misa y con los órganos del cuerpo (riñones, corazón, genitales, pulmones, cerebro, esófago, hígado, etc.). Y, en lo que parece un alarde digno de un mecanismo de relojería, estimó que la lectura continua de la novela debía durar lo que dura el desarrollo de la trama, es decir, 18 horas y 45 minutos. Esta polivalencia no tiene parangón en la historia de la literatura (aunque su influencia se advierte en el diseño estructural de novelas polifónicas como “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry, cuya acción transcurre a lo largo de 12 horas, desde el alba hasta el ocaso).
***La ambición creadora de Joyce suscita una admiración mayor cuando nos percatamos de los innumerables escollos que debió sortear para cumplir sus objetivos. Nacido en Dublín, en 1882, creció en un hogar de clase media y estudió en colegios jesuitas, donde fue un alumno sobresaliente. A los nueve años escribió un poema en homenaje a Charles Stewart Parnell, un patriota irlandés incomprendido que acababa de morir. El padre de Joyce se entusiasmó y mandó imprimir estos versos que, aunque primerizos, delataban su precocidad literaria. En 1898, el futuro escritor entró al University College para estudiar Lenguas. Sin embargo, cuando se graduó, decidió seguir la carrera de Medicina en París. Su estancia en esa ciudad fue muy precaria, ya que su familia atravesaba por una fuerte debacle financiera, y se vio obligado a abandonar las aulas. Para ganarse la vida empezó a trabajar como profesor y a colaborar en diarios y revistas. Asimismo, se animó a incursionar en la ficción. La enfermedad de su madre, quien sufría un cáncer terminal, lo hizo retornar a Dublín en 1903. Su fallecimiento lo precipitó en una vorágine alcohólica, de la que se libraría transitoriamente al año siguiente, cuando dejó Irlanda y se instaló en el continente. Joyce partió al exilio junto con su novia Nora Barnacle, una camarera a la que había conocido el 16 de junio de 1904, fecha que quiso perennizar como el día del “Ulises”. Los especialistas siempre se han preguntado qué vio en ella, dadas las carencias de su formación cultural. Nora, empero, no era tonta, y su fortaleza compensaría la fragilidad del carácter de Joyce, quien estaba poco dotado para lidiar con asuntos de tipo práctico. Dipsómano y manirroto, el escritor se comportaba irresponsablemente, y era ella quien evitaba que el barco se hundiera. Si bien la obra de su marido le resultaba inaccesible, a tal punto que llegó a reprocharle su oscuridad (“¿Por qué no escribes libros que pueda leer todo el mundo?”, le espetó en una ocasión), intuía su grandeza y permaneció a su lado toda su vida. Más tarde, la aparición de unas cartas intercambiadas por la pareja reveló que los unía un curioso fetichismo sexual de orden escatológico. Sin duda, Joyce había sido cautivado por la franqueza y desenvoltura de Nora en el terreno amatorio, algo inusual para la moral católica irlandesa de la época. La existencia de James Joyce estuvo signada por la errancia y la pobreza. Trieste, París y Zúrich fueron las escalas principales de un itinerario sembrado de peligros, los cuales afrontó con el heroísmo de un Odiseo moderno. Porque nunca vaciló ante los retos de su vocación y sacó adelante sus proyectos contra viento y marea. Por suerte, contó con amigos generosos y mecenas que, fascinados por su genio, lo ayudaron a subsistir. La publicación de sus libros fue otra odisea. La primera impresión de Dublineses fue quemada por su propio editor, quien no supo defender los aportes de este excepcional volumen de cuentos (recién se difundiría en 1914). Su temor a ser enjuiciado se repitió cuando le tocó el turno al Ulises y ninguna editorial en Estados Unidos ni en el Reino Unido quiso correr el riesgo de publicarlo. Considerado como material obsceno, solo pudo ver la luz en París, donde la abnegada Sylvia Beach, dueña de la librería Shakespeare & Company, se las ingenió para lanzar la primera edición en lengua inglesa en 1922. Joyce consolidó su reputación de autor de culto luego de la publicación del “Ulises”, novela que desató pasiones al igual que denuestos. Uno de sus lectores más ardorosos fue un joven periodista norteamericano que había arribado a París con la idea de hacerse escritor. Se quedó deslumbrado por los experimentos joyceanos, aun cuando sus exploraciones estilísticas distaban mucho de aquellos. Se llamaba Ernest Hemingway y no tardó en trabar amistad con el maestro irlandés, para disgusto de Nora Barnacle. En ese tiempo, el alcoholismo de Joyce se había acentuado y, como era de esperar, cada vez que alternaba con Hemingway —otro aficionado a la bebida— volvía a casa borracho como una cuba. Según la leyenda, en una de esas salidas, espoleado por sus demonios etílicos, Joyce provocó una pelea en un bar y azuzó a su compinche para que lo defendiera, invocando como pretexto sus problemas de visión (una creciente ceguera, dolencia que algunos biógrafos achacan a una sífilis mal curada). “¡Péguele, Hemingway! ¡Déle duro!”, gritaba mientras daba bastonazos en el aire, sin acertarle a ningún contrincante. James Joyce murió en Zúrich, en 1941, poco antes de cumplir 59 años, a causa de una úlcera perforada. Nora lo sobrevivió una década más. Sus hijos no tuvieron mayor suerte. Giorgio era un cultor del bel canto, pero acabó sus días como un beodo libertino. Lucia, la menor, era esquizofrénica y falleció en un manicomio. Se dice que fue seducida por Samuel Beckett, quien se desempeñó brevemente como secretario de su padre y que su enfermedad se agravó cuando este la dejó. En cuanto a Joyce, descansa en un cementerio de Zúrich y una efigie suya de bronce se alza sobre su tumba. Hasta allí llegan de vez en cuando los rugidos de los leones del zoológico vecino. Los gatos de Copenhague
En el 2012 apareció un texto inédito de Joyce, gracias a que expiraron los derechos de autor que detentaba Stephen James Joyce, su único nieto. Se trata de un cuento infantil que el escritor le envió en una carta el 5 de setiembre de 1936. En el 2013, la editorial Losada publicó una hermosa edición ilustrada.La traducción es de Pablo Ingberg.
¡Ay! No puedo mandarte un gato de Copenhague porque en Copenhague no hay ningún gato. Hay montones y montones de pescados y bicicletas pero no hay ningún gato. Tampoco hay ningún policía. Todos los policías daneses se pasan el día en sus casas acostados en la cama. Fuman grandes cigarros daneses y toman leche cuajada todo el día. Hay montones y montones de chicos vestidos de rojo que dan vueltas todo el día en bicicleta con cartas y postales y telegramas. Son todos para los policías, de ancianas que quieren cruzar la calle y chicos que escriben a sus casas pidiendo más golosinas, y chicas que quieren saber algo sobre la luna. Los policías leen todos en la cama, fumando todo el tiempo y tomando leche cuajada. Y después dan sus órdenes y los chicos de rojo vuelven y le cuentan a todo el mundo exactamente qué hacer. Cuando venga otra vez a Copenhague, voy a traer un gato para mostrarles a los daneses que puede cruzar la calle sin que le dé instrucciones ningún policía, y va a ser mucho más barato (¡imagínate!) que un gato les muestre qué hacer. ¡Figúrate nomás a un gato quedándose en la cama todo el día fumando cigarros! ¡Y la leche cuajada! Ningún gato tomaría ni un poquito. Y además hay semejante cantidad de pescados para ellos. ¿Qué te parece esto?