De hecho, yo lo viví en mi niñez, puesto que nací en 1940 en tiempo de guerra, cuando estuvimos todos confinados en la casa, sin mucho que comer y con miedo a los bombardeos. La diferencia es que, si estamos en guerra ahora, es una guerra contra nosotros mismos y no contra un enemigo exterior. Es una guerra contra nuestras fallas, nuestra indiferencia a la naturaleza, nuestro vanidoso egoísmo.
La cuestión no es saber si sobreviviremos a esta epidemia. La raza humana es dura y sobrevivió a menudo a situaciones sanitarias en el pasado, durante tiempos de pestes en Europa (la última epidemia en el siglo XVII, en 1610, costó la vida a millones de personas y fue descrita de manera muy fiel con algo de sarcasmo por el novelista inglés Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe). La peor epidemia de la historia ocurrió en América en el siglo XVI, con la llegada de los españoles, y fue la causa de la terrible pérdida de población indígena, por las viruelas, la gripe y la rubeola (se supone que causó entre 20 y 120 millones de muertos en menos de un siglo).
La cuestión sería más bien la causa profunda de la enfermedad. O, mejor dicho, cuál es el significado de esta epidemia de COVID-19, y cómo estaremos viviendo en el futuro. Claro, el futuro es tuyo. Tú tendrás veinte años en 2040 y, si todo va bien, conocerás el siglo XXII. Pero somos nosotros quienes estamos construyendo tu porvenir. Ojalá no nos eches la culpa por todas nuestras inequidades e incapacidades. Lo mereceríamos: hemos vivido, desde la guerra hasta ahora, como si el mañana no existiera. Hemos gastado la naturaleza. Hemos sentido orgullo de la dominación de una minoría sobre la mayoría de los habitantes del planeta. Hemos normalizado la injusticia social, la disparidad entre los sexos, la inequidad entre los países pobres y los ricos, en cuanto a la mortalidad de los niños y la esperanza de vida de los adultos. Hemos atravesado grandes episodios de hambruna en el Sudán, en el Medio Oriente, en América Latina o en el Caribe sin sentir culpa.
Sobre todo, hemos gastado, contaminado, desperdiciado, menospreciado nuestro mundo, como si hubiera otro para salvarse, como si la palabra del jefe Seattle de la tribu lummi del oeste de Estados Unidos no nos concerniera cuando dijo: “Lo que succionen de nuestra tierra madre succionarán sobre sí mismos”.
Existe una enseñanza en lo que estamos padeciendo en el 2020. Esta lección es algo de que maravillarse: después del paro de las actividades por el confinamiento, hemos podido ver mejorar el mundo alrededor. No fue de manera lenta o escondida. Fue casi de inmediato: un cielo increíblemente más azul, un mar limpio, una atmósfera más pacífica, silencio, calma, bienestar. Puede parecer algo egoísta: este cambio significó también la disminución de las actividades humanas, es decir, recesión y crisis económica. Hasta hoy no se sabe cómo va a resultar esta crisis. Es cierto que las poblaciones más débiles económicamente son las que van a padecer más la disminución del comercio y la industria.
Pero, en estos días, lo que sobresale es el gozo de la naturaleza, su respiración, su alivio. Todos han visto estas imágenes sorprendentes: calles de grandes ciudades en Estados Unidos donde andan zorros y mapaches. Carreteras de Marruecos invadidas por tropas de jabalíes. En China, en Europa, en África del Norte, los pájaros toman posesión —o reposesión— de las riberas del mar, de los lagos, de las selvas.
No, la cuestión no es saber si nos salvaremos de esta catástrofe. La cuestión es saber si habrá cambiado algo nuestra mentalidad. ¿Acaso habrá cambiado algo para ti, en tu mundo, cuando tengas veinte años? Desgraciadamente, podemos dudarlo. La última guerra costó millones de vidas, condenó a la muerte a inocentes niños, desplazó a familias en campos de concentración.
Setenta años después, en el momento en que te escribo, estas condiciones reaparecen en India, en Bangladesh, en Birmania o en la frontera con Estados Unidos.
En el Mediterráneo, viejo mar de civilización, buques de inmigrantes naufragan bajo la mirada indiferente de los riberanos de Turquía, de Grecia, de Italia, de toda Europa.
*Jean-Marie Gustave Le Clézio nació en 1940, en Niza Francia, y obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 2008.