“Si usted pasa por Lima, trate de ver El Ojo que Llora […] Es uno de los monumentos más bellos que luce la ciudad y, además, hay en él algo que perturba y conmueve”. Con estas palabras Mario Vargas Llosa empezó hace algunos años una columna periodística dedicada a la obra más emblemática de la artista Lika Mutal: el memorial levantado en el Campo de Marte en recuerdo de las miles de víctimas que dejó el terrorismo en el Perú.
Mutal, nacida en Holanda, llegó al Perú en 1968 e inició un diálogo permanente y fructífero con las milenarias piedras andinas. Formada en la Facultad de Arte de la Universidad Católica, fue con los chamanes queros del Cusco y con los maestros canteros de Cajamarquilla —como Martín Quispe o Juan Arias, a quien consideraba su padre— con quienes empezó a descubrir que en esta parte del mundo las piedras no eran seres inanimados, sino que pertenecían a un mundo mágico, sagrado y natural.
Desde entonces, dejó de verlas como simples materias primas y se acercó a ellas con respeto y asombro, como quien intenta descifrar algún lenguaje oculto. Por eso las alteró lo menos posible y en sus esculturas consiguió un extraño equilibrio entre la intervención artística y las formas y texturas inherentes a la piedra: esas superficies modeladas cíclicamente por el agua, la erosión y el viento.
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Se dice que Lika Mutal quedó tan impresionada con la exposición “Yuyanapaq” —aquella extraordinaria muestra fotográfica sobre los años de la violencia— que decidió emprender una obra que sintetizara el dolor, la resignación y la reconciliación en un mismo lugar. Para ello utilizó una roca de granito negro que años atrás había recogido de una montaña tutelar prehispánica, y que había llevado a su taller con la corazonada de que le iba servir para algo importante. La tituló El Ojo que Llora. La escultura fue inaugurada el 2005 en Jesús María. Básicamente, es un laberinto formado por miles de piezas de canto rodado, en cuyo centro se ubica aquella imponente roca, apenas intervenida por la artista. En la parte superior lleva incrustada otra piedra más pequeña —como un ojo— por donde constantemente brota el agua hacia un pequeño estanque.
Una parte importante del monumento tiene que ver con la disposición de los miles de cantos rodados, en los que se han inscrito los nombres de las víctimas de la violencia política que sacudió al país, tanto de quienes fueron asesinados por los terroristas como de los que desaparecieron o murieron en manos de las fuerzas militares. Esta especie de reparación simbólica no ha sido bien entendida por todos, lo que demuestra la enorme fractura que existe respecto a cómo se interpreta, se reconstruye y se narra lo ocurrido dos décadas atrás. Por eso la escultura ha sufrido ataques diversos (alguna vez ha sido pintada de naranja, en otra ocasión ha sido embestida con combas y martillos y en otro momento se han arrancado del lugar varios de sus cantos rodados).
El Ojo que Llora, por otro lado, está en la lista de patrimonios culturales del Ministerio de Cultura y por él su autora ha recibido premios en el exterior, como los del International Global Service Award, de la Escuela de Chicago de Psicología Profesional. Mutal siempre defendió su obra como un homenaje permanente a las víctimas de un tiempo que no debería repetirse jamás, como una ofrenda a “la construcción de un Perú más justo, democrático y solidario”, como expresó en el momento de su inauguración. Ahora esas piedras aparentemente silenciosas —pero que esconden verdades latentes— se han convertido en su mejor legado.