Nunca fue la canción de Bob Dylan que más me gustó, pero siempre supe que era la mejor. En “Like a Rolling Stone” cada planeta del universo Dylan se alineó con la mayor precisión. El tema conjugó con improbable perfección, rabia y lucidez, adolescencia y madurez, rock y folk, América por nacer y América sobreviviente, jingle y parábola. Un hito con todas las de la ley, tanto para la obra de Dylan como para la cultura popular contemporánea. El año Y el año pasado cumplió 50 años.
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La primera paradoja que plantea “Like a Rolling Stone” es relativa a su contexto. La canción es una fábula moral sin ubicación precisa, ni temporal ni espacial. Sobrevivirá en el tiempo con prescindencia de las circunstancias que la incubaron y de cómo las hizo saltar por los aires. Pero no estamos todavía tan lejos. Además de su belleza universal, nos atropella su grandeza particular.
Entre 1961 y 1965 Dylan pasa de músico folk buscándose la vida en Nueva York a ícono absoluto del género. Sacude la tradición norteamericana y reinventa el folk. Sus canciones son una mezcla extraña de simbolismo, plegaria hipnótica, una guitarra y una armónica toscas pero hondas, y una actitud lúcidamente furiosa ante el mundo. Es la figura central de los festivales folk, mimado por la vieja guardia y amado por las nuevas generaciones. Pero pronto se cansa de las tabernas folkies, se queja de un público primario que aplaude cuando escucha la palabra bomba. Si antes había buscado cómo darle un nuevo contenido a la tradición norteamericana, ahora quiere otro vehículo para su propio arte. A los 25 años planea una segunda revolución.
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El medio que encuentra es eléctrico. Enchufa la guitarra, amplifica la poesía, se convierte en el frontman de una banda de rock y, claro, cortocircuita a su fanaticada. Su álbum “Bringing It All Back Home”, de inicios de 1965, poseía ya elementos de este experimento eléctrico, pero es con el single “Like a Rolling Stone”, aparecido el 20 de julio de 1965, y el álbum “Highway 61 Revisited”, editado poco después, que empieza a orbitar en la galaxia del rock’n roll. Pero aun más que sus discos, son los conciertos los que sellan la distancia entre el selecto héroe folkie y el nuevo ídolo, eléctrico y masivo. En la segunda mitad de 1965 y en la gira inglesa de 1966, Dylan suele tocar dos sets diferenciados de canciones, el primero solo con su guitarra de palo y el segundo con una banda eléctrica. Es célebre la pifia y bronca que desata en el festival folk de Newport en 1965. Y en Inglaterra, los comités comunistas del país se organizan para boicotear sus conciertos. El revolucionario acústico es ahora un capitalista del ruido.
Otros perciben una traición aun más profunda. En un concierto en Manchester —en un momento fundamental de la épica dylaniana—, un espectador le grita “¡Judas!” entre la penúltima y la última canción de la sección eléctrica del recital. La gente ríe y aplaude. Dylan en silencio afina su guitarra eléctrica, rasga dos acordes y como si estuviera en trance proclama: “I don’t believe you…”. Sigue rasgando, solo y furibundo, el bajo arranca tímidamente, una pandereta impone el ritmo de la ira desatada y Dylan agrega, “You’re a liar!”. Este es el intercambio célebre. Es mucho menos conocido lo que dice a continuación y que siempre me ha parecido lo importante de la escena. Voltea hacia la banda, al hacerlo se aleja del micrófono, pero la orden que da se distingue a lo lejos: “Play fucking loud!”. Inmediatamente después arranca una versión devastadora de “Like a Rolling Stone”. No la canta, la aúlla. Es una rebelión orwelliana contra la granja conformista. Abandona una comunidad cerrada y aterriza en la sociedad más abierta. Cambia las tabernas por los coliseos. En síntesis, se vuelve aun más contemporáneo, como los Beatles y los Stones. Una década después, cuando vuelve a los escenarios, vende 5,5 millones de entradas en Estados Unidos: ¡4% de la población compró un ticket en 1974 para ver a Bob Dylan!
Pero “Like a Rolling Stone” no solo hizo jirones las certezas folkies, también alteró las del rock. En 1965 este es un género de canciones breves, ligeras y pegajosas. Los discos de 45 rpm traían un single de tres minutos en cada lado. El soporte estaba hermanado al contenido. Y “Like a Rolling Stone” dura seis minutos y algunos segundos. La canción apareció partida en dos. Los discjockeys solo pasaban la primera mitad que acababa abruptamente cuando empezaba una nueva estrofa, “Aaaaw you never turn around to see…”. Y en ese preciso instante, recuerda Greil Marcus en un libro notable dedicado por entero a la canción, irrumpía la publicidad. Las radios fueron bombardeadas de llamadas exigiendo el tema completo. Cuando un periodista intenta inducir a Dylan hacia una crítica por la mutilación y comercialización de su arte, este se ahorra toda afectación protestona: “¿Cuál es el problema? A quien le interese seguir oyéndola solo debe voltear el disco”. Ejecuta la revolución, pero rechaza el estatus de revolucionario.
En el discurso que ofreció Bruce Springsteen la noche que Bob Dylan ingresó al Rock and Roll Hall of Fame, mencionó con gran puntería que la potencia única de la canción radica en su voz simultáneamente joven y adulta. Es decir, es joven el sonido y novedosa la propuesta, pero los temas abordados son los de un artista mayor, universal. Aquel género breve, ligero y pegajoso se hace hondo y extenso sin perder las viscosidades de todo buen hit. Legitima al rock en el mundo de la cultura. Los Beatles y los Stones, Frank Zappa y Led Zeppelin, Grateful Dead y Velvet Underground y quien quiera hacer algo en los predios del rock, deberán, de ahí en más, esforzarse por no aparecer como un párvulo frívolo frente al artista Bob Dylan.
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Greil Marcus tiene razón: toda la canción descansa en esas cuatro primeras palabras: “Once upon a time” (“Érase una vez”). Ahí mismo toma consciencia de que la historia por contar es más grande que sus personajes, que la parábola ha estado presente por mucho tiempo. Se te va a informar de algo imperecedero. Y, conforme prosigue la primera estrofa, cantada y rimada como un rap elegante y avant la lettre, la voz narradora nos presenta al personaje central de la canción. Es una mujer que solía vestir finamente, indiferente ante los vagabundos, que se carcajeaba de quienes la rodeaban, desdeñosa de quienes le avisaron que desbarrancaría…pero ahora, ni alza la voz ni se muestra orgullosa al mendigar su próximo plato de comida. Bajo el pulso de una guitarra eléctrica que alterna arpegios y acordes rasgados, una pandereta anárquica y festiva y un órgano preciso (mítico Al Kooper), ingresamos a esta historia de decadencia radical. Pero no es una caída económica o social como la contaron otras voces de la canción popular. Su radio de influencia es mayor: la vestimenta, el dinero, la autosuficiencia, nos habla más de una decadencia aristocrática en el sentido histórico del término que de una ricachona en apremios financieros. Esta es una fábula moral y atemporal, no social ni, necesariamente, contemporánea. En segundo lugar, Dylan no es generoso, ni siquiera indiferente, ante la chute de esta mujer. Desde el primer sarcástico “didn’t you?”, el narrador confiesa la satisfacción que le despierta su debacle, la cual se enciende con la primera pregunta, tan retórica como furiosa, del célebre coro: “How does it feel?”. El narrador sabe muy bien que se siente hecha añicos, pero se relame fustigando al árbol caído.
Las restantes tres estrofas profundizan los elementos señalados en el párrafo anterior. Al abrirse la segunda estrofa el narrador nombra por primera vez a su personaje en desgracia: Miss Lonely. Ojo, no la llama “Miss Indigencia”; la distingue el desamparo. Y luego, paulatinamente, aparece el resto de personajes con quienes Miss Lonely tuvo alguna relación. Estos parecen dividirse en dos tipos. De un lado, quienes se aprovecharon de ella: la escuela, los niños ricos y, sobre todo, The Diplomat, que cargaba en el hombro un Siamese Cat, y quien, suponemos, fue el marido que la esquilmó. Nuevamente, el narrador se frota las manos y dispara sus puyas retóricas: ¿no es duro constatar que no era quien decía ser y te robase todo lo que poseías?
Luego conocemos a quienes ella ninguneó en aquella vida anterior. Son estos personajes quienes guardan las claves de su caída. Son dos, pero en el fondo son el mismo: The Mystery Tramp (el vagabundo misterioso), en la segunda estrofa; y Napoleon in Rags (Napoleón en harapos), en la última. Estos personajes son el contrapunto de la rica y autosuficiente Miss Lonely. Son pobres y andrajosos pero, nuevamente, no se oponen a ella ni única ni principalmente por la condición económica, contrastan porque parecieran cargar un sentido en la vida, un sentido que ella ridiculizaba. El primero es misterioso y ¿místico? El Napoleón harapiento, de otro lado, recibía las burlas de Miss Lonely, no porque fuera pobre sino por “the language that he used”. Es decir, ambos nos remiten inmediatamente a la tradición helénica y judeocristiana. Evocan al hombre del común y errante, pero trascendente a través de la palabra: Cristo, Sócrates, Homero, el ciego Tiresias que anuncia la vida y muerte de Narciso. En última instancia, la simpatía de Dylan está con estos personajes, peregrinos, aficionados a la palabra, medio locos y a los cuales siempre podríamos describir con una línea traída de otra canción: “his clothes are dirty, but his hands are clean”. Son estos individuos quienes han encontrado un sentido en la vida (no que todo pobretón lo consiga; no estamos en el relato primario marxista, sino moral); están liberados, salvados, sanos, en su marginalidad e individualidad.
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Dice Dylan en una vieja entrevista que todas sus canciones terminan con una misma y omitida frase: “Buena suerte”. Es decir, al final sus personajes quedan librados a su buena o mala fortuna. No existe el destino y, por tanto, tampoco pistas que lo sugieran. Tal es la situación que enfrenta Miss Lonely cuando enrumbamos hacia la última estrofa. Hasta entonces, Dylan ha hecho un contrapunto permanente entre su vida previa, opulenta, frívola y gregaria; y el mundo de la calle y, en algunos casos, de lo misterioso. Ahora bien, en la última estrofa, el narrador, dominado por la descripción y la revancha, cede ante uno que asemeja más a un activo oráculo. La fábula adquiere toda su fuerza moral. El narrador le brinda un consejo a la desdichada: es mejor que empeñes tu anillo de diamantes. La exhortación es a primera vista económica, pero es, fundamentalmente, moral: esos centavos que conseguirás, tarde o temprano, se esfumarán, pero, sobre todo, te desprenderás de lo único que atestigua quién fuiste. Apenas cuatro versos más abajo, el narrador pasa del consejo a la orden: ve donde el viejo Napoleón y su verbo extraño del cual te reías, te está llamando, “go to him!, you can’t refuse, when you got nothing, you got nothing to lose”. Cuando Dylan enfatiza “go to him” anuncia el fin de la fábula. ¡Muévete! El narrador, ahora vestido de oráculo, la echa a andar. Y la orden, más que motivada por la generosidad, pareciera originarse en el hartazgo de ver a esta mujer petrificada sin asumir su nueva condición. Hay más hastío que piedad. Y acto seguido le notifica su novísima circunstancia: “You’re invisible now, you got no secrets to conceal”. Ese filudo “now” es un corte instantáneo. Solo ahora eres invisible de verdad, y porque te lo he hecho saber, tomas conciencia de que ya no eres lo que fuiste.
Miss Lonely ya no puede ser definida ni por lo que fue ni por lo que tuvo, solamente por su mera existencia.
Y, sin embargo, hay algo adicional y central: la redención. A diferencia de las redenciones hollywoodenses, la de “Like a Rolling Stone” no se consigue cuando el héroe reniega de lo que ha destruido, se flagela y reencuentra a su genuino yo, generalmente ubicado en la juventud del personaje. Por el contrario, la liberación aquí solo se hace posible degollando el pasado. Y no está garantizada, es una posibilidad. Y como en la tradición cristiana, ella puede alcanzarse en la pobreza. Sin embargo, lo relevante es menos la miseria que la introspección y la construcción de un yo desaprensivo, individual, errante. La sanación dylaniana no descansa en la expiación de pecados sino en la tarea de edificar un yo sano. La virtud se alcanza en la peregrinación descalza del desierto y no en la ciudadanía sedentaria y opulenta de Atenas. Como le dice un esperanzado Dylan a su querido Mr. Tambourine Man, “I’m ready to go anywhere”. Listo para rodar. Es eso, exactamente, lo que su desdichado personaje está en capacidad de alcanzar ahora que se evaporaron los rastros de quien fue. Además de ser una piedra que rueda, podría encontrar un sentido en tal rodar.
Si las cuatro estrofas de la canción son el edificio perfecto de esta parábola rockera, el coro, intercalado entre cada una de ellas, es una síntesis elegante y pegajosa. Con una hondura y contundencia que no se ha repetido, Dylan construye un estribillo que ya quisiera Taylor Swift. La pregunta que lo abre reitera el sarcasmo y la ausencia de simpatía por la desgraciada mujer: ¿qué se siente no tener hogar, ni dirección? ¿Qué tal eso de valerte por ti misma, de ser una total desconocida? Pero si la canción no merodea únicamente la bancarrota económica sino una decadencia más compleja, el coro también encuentra la forma de hacerlo: el último verso deja de referirse a aquello que ella ya no posee y alude salvajemente a su nueva existencia: ser como una piedra rodante. Lo que resulta imposible determinar es si alcanzará a hacer algo de esta nueva existencia. ¿Podrá liberarse, sanarse, conseguir “shelter from the storm”, ahora que ha entrado de lleno en su nueva existencia? Quién sabe. Tal vez. Buena suerte. “The answer is blowin’ in the wind”.
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***En 1978 un periodista le preguntó a Bob Dylan, de 37 años, si se veía como Muddy Waters, haciendo giras y conciertos con más de 60. Sin dudarlo y casi fastidiado, repregunta: ¿por qué no podría? Desde 1988 no ha dejado de dar conciertos. Se le llama el never ending tour. El único sentido es seguir rodando. En última instancia, la parábola de “Like a Rolling Stone” transcurre paralela a la obra de Dylan. Un himno a la búsqueda perpetua de nuevas formas de expresión. Siempre en busca de “new morning”.
En los años sesenta corría la leyenda según la cual Dylan había traído a sus padres desde la lejana Minnesota para verlo tocar en Nueva York y una vez en el escenario afirmó que era huérfano. Quién sabe si será cierto, pero es verosímil. No hay pasado y del futuro poco sabemos. Dylan invita a Miss Lonely, en definitiva, a una búsqueda conjunta y trascendente en clave yanqui: rodar por los caminos rurales como Robert Johnson, navegar con Ahab en busca de la ballena blanca, dejar atrás un sheriff malgeniado y cabalgar hasta el siguiente alto. Lo único seguro es hoy y el próximo tramo de camino. Y luego, ¡buena suerte!
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Nota: este artículo fue publicado en nuestra edición impresa y digital en julio del 2015.