Daniel Mitma
Juan Parra del Riego murió de tuberculosis en 1925. Tenía 31 años y en su agonía repetía el nombre de su madre. Había padecido de surmenage, neurastenia, hepatitis e infecciones al estómago pero el virus que atacó sus pulmones no le dio otra chance. El malogrado, como lo apodaron, “le robaba momentos a su enfermedad para escribir” y sentirse menos extraño.
En el Perú había ganado algo de fama con su poemario “Canto a Barranco” a sus 19 años, pero era un hombre siempre insatisfecho y pendiente de las aventuras. Quería encontrar el lugar que lo renovara cada que abría los ojos y con él a su poesía. Ese paraíso fue Montevideo. Hoy su nombre es mucho más conocido que su obra aunque en los años 20 prometió tanto como Vallejo.
—Fatiga y depresión—
Desde su llegada a Montevideo, a los 24 años, la inspiración y los problemas estuvieron a su lado. Era un joven salido de una familia limeña acomodada viajando sobre la insumisión de la poesía que le iba a enseñar a sobrevivir. Apenas halló una habitación tuvo que encerrarse producto de una dolencia sin nombre. “He estado muy mal. Desde hace varios días estoy sufriendo en mi cama. Tengo que suplicar que se me compre un poco de leche; y que se me atienda en todas esas necesidades íntimas y desagradables de los enfermos”, le escribe a su amigo, el escritor Bernardo Canal Feijóo. Esos primeros días fueron una decepción romántica. Montevideo no era la isla de Mitilene que esperaba y donde reinventaría su poesía sino un lugar de “vida miserable y opaca”, según le cuenta a Canal Feijóo. La enfermedad le hacía pecar de injusticia con una ciudad de la que pronto se enamoraría.
Había partido del Perú en 1917 sin avisar a nadie: ancló en Chile, pasó a Tucumán, Santiago del Estero, Buenos Aires y finalmente a Uruguay. Llevaba en la maleta todos sus proyectos: una revista de “americanismos literarios”; una editorial propia; publicar su libro Islas; terminar otro titulado Triunfo; una novela y renovar las letras con sus Polirritmos. Quería ser “el cantor de la América nueva”, pero el único verso que cantaría serían sus tragedias. Un médico le diagnosticó, al poco tiempo de su llegada, surmenage y neurastenia: fatiga y depresión. “Duermo a brincos. Me tiembla el cuerpo y el corazón. Estoy desmemoriado, inquieto, triste”, escribe. Parra era un hombre sensible y depresivo y muy poco dado a las diversiones nocturnas. Creía que la bohemia era una locura anacrónica; “la bohemia mental, interior” lo inspiraba. Le recomendaron descanso pero necesitaba dinero para mantenerse vivo. Colaboraba con algunas publicaciones donde le daban pequeños pagos que eran mejor que nada. “Sé que poder resistir la vida es dejar de ser”, le escribió a Canal Feijóo.
A pesar su salud, el poeta no dejaba de leer y comprar libros. En sus cartas habla de ellos, pide que se los envíen o recomienda su lectura: Friedrich Hebbel; Leonidas Andreyév; Romain Rolland; Chesterton, William James, Bernard Shaw, Herrera y Reissing, Delmira Agustini, Ibarbourou, Kierkegaard y su querido Chocano. Eran su consuelo al sufrimiento que no se iba, que se apega a él como una plaga. A este se suman sus apuros por dinero. En 1920 un amigo le consigue un empleo de 175 pesos al mes. “Después veremos”, dice Parra con esperanzas de una mejora que nunca llegará, que siempre le estará negada. “No es mala mi situación aquí, Bernardo (…) Solo mi parte económica flaquea”, le cuenta a Canal Feijóo a su retorno de Tucumán. “Estoy en Buenos Aires. Me defiendo trágicamente de la miseria y el hambre”.
Hay días en Montevideo y Buenos Aires que Parra siente que todo está renovado. “Renazco lentamente de esa larga muerte que han sido para mí estos últimos años. Creo que tengo vencida mi enfermedad”, le escribe a Canal Feijóo. Pero es una entelequia que su decisión de no dejarse vencer por la enfermedad proyecta. Su cuerpo sigue enfermo y vienen las recaídas. Su lamento sabe a ira. “Estoy decidido a levantarle mi puño violento al destino: o vida o muerte. Yo no he nacido para términos medios”, escribe desde Montevideo.
La ciudad también lo ha aburrido. Los últimos años de su vida quiere viajar al campo donde está mejor. “Montevideo es una ciudad que parece un nido”; “(…) Aburrido ya de este Uruguay tan pobre de horizontes generosos. Quisiera irme a cualquier parte”. “Tu Montevideo, hostil con los poetas”, le escribe a su amigo Sabat.
—El reconocimiento—
Valentino Gianuzzi, en el libro que reúne toda esta correspondencia, recoge un artículo que bien podría explicar estas reacciones tristes del poeta con el Uruguay. “A pesar de sus dos admirables conferencias (…) Parra del Riego, fuera del círculo intelectual de sus amigos uruguayos, es, entre nosotros, casi un desconocido”, reseña con insania un periódico a poco de su arribo al país de Horacio Quiroga. Pero fue una mezquindad. En un viaje reciente a Montevideo pude conversar con el poeta y docente Gerardo Cianccio. Sumergidos en su biblioteca hermosa me mostró sendos libros que contradicen el artículo de La Mañana de Uruguay. Parra del Riego fue y es considerado un poeta del Río de la Plata. Allá tiene una bella calle en el barrio Parque Rodó y un pequeño busto envejecido por el tiempo.
Luego de su muerte apareció reseñado en revistas montevideanas como Cruz del Sur en 1925, Capítulo Oriental en 1969 y en libros como Nuevo diccionario de la literatura uruguaya; Antología de la Moderna Poesía Uruguaya 1900-1927 (cuyo epílogo fue hecho por Jorge Luis Borges); Exposición de la poesía uruguaya; Antología de la poesía Uruguaya Contemporánea, editado por el Universidad de la República. En 1987, el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay editó la publicación Parra del Riego-Cartas y la Comisión Nacional del Centenario de Uruguay publicó una antología de poetas charrúas en 1930 que incluye a Parra. En 1937, se publicó el libro 18 poetas del Uruguay, de Romualdo Brughetti, y ahí también están los versos del huancaíno. Parra del Riego es tan uruguayo, tan peruano y tan universal como quiso serlo.
—Las enfermedades—
Antes de su largo viaje por Europa en 1922, el poeta vuelve a caer enfermo. No ha publicado nada. Apenas algunos poemas en revistas y periódicos entre Argentina y Uruguay. Parra del Riego tiene el sueño de armonizar y hacer verso con el aeroplano, la motocicleta, el submarino. “Quiero ser algo más que un lírico joven que va con su ramo de palabras bellas; quiero ser una fuerza social”. Pero apenas puede levantar una pluma. Otra enfermedad grave al hígado lo vuelve a mandar al hoyo. Se va a Santa Lucía a pasar una temporada en un albergue para desquiciados. Desde allí su correspondencia se convierte en quejidos de un moribundo.
“No sé qué hacer en este momento. Estoy como un buque con la hélice rota. ¿Adónde ir? ¿Desaparecer, matarme?”, escribe antes de entrar en el albergue. El hombre profundamente cristiano empieza a pensar en la muerte y a conjeturar sobre el dolor que casi se ha convertido en un sentido más de su cuerpo. Una convivencia obligada que le hace doblegar como un esclavo y pensar desde la desesperación.
“Yo también creo que el dolor es inteligencia. Solo los imbéciles no sufren”.
Las cartas desde Santa Lucía casi no registran fechas. Desde allá será Juan Parra, el enfermo, quien cante su dolor apolíneo.
“Rossi dice que lo que tengo en el hígado es serio”. “Mal, mal, muy mal, estoy hermano. Pero calla. No te digo para que me consueles. Odio la lástima”. “Ahora resulta que estoy fundamentalmente enfermo del hígado, del cochino, misterioso y volteriano hígado. ¡Pobre Voltaire!”. “Aquí estoy. Seriamente mordido por la vida, caí. Pero me rehaceré. Tengo un deseo salvaje y vertiginoso se vivir”. “No marcha aun bien mi salud. Sigo a régimen de leche y postre”. “Parece que se trata de una hepatitis por intoxicación arsenical”.
Parra del Riego se estableció en Uruguay hasta 1920 que empezó a viajar por periodos cortos a la Argentina, luego a Brasil y Europa. En sus cartas es un hombre cariñoso hasta el extremo, sobre todo con Canal Feijóo, a quien le dice cosas como: “te siento más vinculado a mi corazón y a mi espíritu; y a mis más íntimas emociones”. “Cuando ya te siento a mi lado, bien juntito a mí, sabes cómo me pongo? Feliz y radiante como un toro negro”. Pero también le recrimina que no le responda las cartas, que lo ignore cuando está cerca de él. En su prosa se desnuda, muy humano, con una sensibilidad noble, excitante y fiel al exotismo de su admirado Chocano, a quien cree loco.
Son pocas las referencias a mujeres en sus misivas. La revista peruana Caretas, en marzo de 2006, cuenta cómo Parra raptó en motocicleta a su esposa, la poeta Blanca Luz Brum. Ella tenía 17 y él 28. Se casaron tres años después en una ceremonia a la que solo fueron invitadas Juana de Ibarbourou y María Blanca Acevedo, esposa del poeta Julio Mendilaharsu quien le prestó su anillo de bodas. “Estoy viviendo mi aventura de amor más seria. Pienso hasta en el matrimonio (…) Todo soy transformación y milagro. Amo más, sufro más, siento más”, le escribe a Canal Feijóo. Y sobre la mujer ideal para un poeta apunta: “(…) Es el tipo de mujer que a nosotros nos hace bien. Sin histerismos, no nos interrumpe; no nos produce esa enervación pesada que dan las otras. Eso hace ganar en seguridad y fuerza”.
—Últimas publicaciones—
Enfermo y enamorado, el vate verá publicado dos libros suyos en 1925 a poco de su muerte. Había escrito innumerables artículos, que no se han podido juntar por completo. Publica en El Sol del Cusco; La Tarde y El Progreso en Chiclayo; Balnearios de Lima; las revistas Zig-Zag y Selva Lírica de Chile; La Industria y La Reforma de Trujillo; La Gaceta de Tucumán; La Montaña, La Razón, La Mañana y El Bien Público de Buenos Aires.
En su viaje por Brasil otro mal lo vuelve a llevar a un hospital. “Una infección intestinal que aún no me explico cómo no me ha costado la vida. La fiebre me subía y me bajaba como el tifus”, le escribe a Sabat.
El día de su muerte, el presidente del Uruguay, José Serrato, declaró duelo nacional y ordenó izar la bandera a media asta. Había vuelto de su anhelado viaje europeo y su cuerpo estaba agotado. “Para mí la vida sin sentido heroico es una miserable opereta bufa. (…) Si me toca sucumbir será solo en la trinchera, ensangrentado y roto”. Esa trinchera era la poesía que estaba dispuesto a escribir. Una que tendría energía, músculo, vida. “Con qué angustia, con qué fuerza llamo a mi corazón y a Dios, para hacer al fin, los grandes, y puros y rebeldes y ardientes y humanos poemas que necesito”, dice en una de sus últimas cartas. Ni su corazón ni Dios voltearon a atender ese llamado. Juan Parra del Riego, el niño que volvía a casa con una biblia en la mano, ya no era de este mundo. La última misiva a Enrique Dieste desde Fray Bentos habla del hombre que fue: “(…) uno de los más fuertes de los que hayas conocido”.