Manuel puig es un escritor joven. Para alguien que murió a los 57 años (el 22 de julio de 1990) esta afirmación puede resultar extraña. Podría imaginarse que es un autor que apunta a un público juvenil, pero no. Sus obras están pobladas de niños, mujeres, presos, albañiles, fantasmas, ancianas, profesores, policías… pero ninguno se caracteriza por su juventud. Ese debe ser el truco, como si hubiera sabido que aquello que es joven no tiene conciencia de sí y no puede tenerla porque es, por definición, inacabado. Entonces, él es un escritor joven porque, cuando leemos sus novelas de hace medio siglo, nos parece que eso que está ahí es raro, que cómo es posible que los personajes hablen de cualquier cosa y, al mismo tiempo, parezca escrito hoy, aunque no escuchemos las mismas canciones ni veamos las mismas películas.
Lo suyo conecta con algo que parece estar fuera de los libros, la presencia irritante de alguien que escribe sin ser dueño de la lengua que utiliza, más dispuesto a escuchar que a imponer una “voz propia”. Y al mismo tiempo, cada frase de Puig es un hallazgo, algo que estaba ahí pero nadie había notado, algo así como un Duchamp literario que revitaliza el arte con el mismo gesto con el que cuestiona sus instituciones. El arte de Puig sería, en ese sentido, el de generar un espacio para que las palabras se conviertan en literatura, pero de una especie que pase inadvertida como tal, y solo pueda ser escuchada por los jóvenes.
Pero Manuel Puig no es solo un gran escritor, también inspiró a muchos de sus lectores; tiene fans, como una estrella de rock. En sus novelas hablan los débiles, que no son santos. Y lo que parecía imposible en la literatura de su tiempo, como contar el amor entre dos hombres, el deseo masoquista o la violencia estatal en la desaparición de personas y en el hambre, está ahí sin ningún subrayado, solo por necesidad. Lo curioso es que era una persona tímida, incapaz de sostener una discusión en público, y por eso se quedó mudo en una mesa redonda frente a Alberto Moravia, cuando el italiano denostó a las divas. Puig lo recordó en una charla con Elena Poniatowska: “Era muy fácil contestar porque las estrellas existen por las mismas razones que los mitos griegos, que es la necesidad de exaltar lo humano. ¿Qué más legítimo? Ya para degradarnos bastan los Kissinger, los Wallace, los Pinochet, ¿no? Moravia llegó a negar el genio de Greta Garbo”. Las adhesiones que provoca Puig, en particular entre las nuevas generaciones de escritores, acaso respondan a las mismas razones que conmueven a sus otros lectores: la seducción de una literatura que sabe que contestar es fácil, pero prefiere no hacerlo.
La leyenda del beso“El beso de la mujer araña” fue convertido en obra de teatro por el mismo autor y luego en película, con guion de Leonard Schroeder y dirección de Héctor Babenco. Puig odió la película y al director, pero se hizo amigo para siempre de Sonia Braga y del desdichado Raúl Juliá. En cuanto a William Hurt, llegó a decir que Puig fue un ángel en su vida, y exigió que él fuera el guionista cuando lo convocaron para filmar la vida de Vivaldi, última escritura de Puig durante los primeros meses de 1990.
La novela fue escrita en dos tiempos: comenzó en 1973 en Buenos Aires, en un período de ‘primavera democrática’. En 1974 Puig recibió amenazas de grupos parapoliciales y tuvo que quedarse en México antes de radicarse en Nueva York. Para escribirla, se había entrevistado con presos políticos liberados con el objetivo de registrar un lenguaje carcelario que después no usó en la novela. Una vez en México, Puig destruyó la versión argentina y escribió otra en la que el militante (Valentín Arregui) y su compañero de celda, un homosexual preso por dejar ver sus inclinaciones (Molina), tenían diferencias irreconciliables. Una versión que transcurría meses antes de la liberación de presos políticos en Argentina y que hacía que la muerte de Molina fuera no solo trágica sino inútil, ya que Arregui sería liberado poco después. Pero Puig se conmovió con la intensidad del melodrama mexicano y sus boleros, y otra vez cambió la novela: permitió a Arregui comprender realmente a su compañero. Cuando esos hombres tienen sus encuentros sexuales lo hacen de frente, en la oscuridad, y cuando se besan es Arregui quien lo pide en un gesto de amor que no lo hace menos hombre.
La novela había cambiado, la realidad argentina también, y cuando el libro se publicó en 1976, año de un nuevo golpe militar, Arregui no es más un futuro liberado sino un nuevo desaparecido. Puig está prohibido en su país; el comienzo de la novela resume los motivos: “A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas”. Algo raro, joven eterno, Manuel Puig vuelve una y otra vez para que no nos sintamos tan solos.
Manuel Puig(General Villegas, 1932 - Cuernavaca, 1990) Aunque también autor de relatos, guiones —tuvo formación en cine— y obras de teatro, es sobre todo por las novelas que publicó en vida que la obra de Puig no solo es reconocida, sino que goza de una vigencia inusual. Destacan “La traición de Rita Hayworth” (1968), “Boquitas pintadas” (1969), “El beso de la mujer araña” (1976), “Pubis angelical” (1979) y “Maldición eterna a quien lea estas páginas” (1980). Defendió siempre las libertades individuales, y aunque nunca quiso hacer declaraciones, hoy es bandera de muchos militantes por la diversidad sexual.
*Graciela Goldchluck es doctora en Letras y profesora de Filología Hispánica en la Universidad Nacional de La Plata. Ha organizado el Archivo Manuel Puig y, actualmente, coordina el de Mario Bellatin.El miércoles 22 de julio dará una charla en homenaje a Manuel Puig, en la FIL Lima, al lado de Giovanna Pollarolo, a las 20:00, en la sala Clorinda Matto de Turner.