Mi hermano es poseedor de uno de los cuadernos de poesía escritos a puño y letra por Luis Hernández Camarero. Ese tesoro fue un gentil regalo de Coco Salazar, el indescriptible vampiro diurno, gitano chosicano con visa vitalicia para transitar entre la realidad y lo imaginario sin despeinarse, tal como Hernández lo hacía, sin que el resto del mundo lo comprendiera. Nadie tiene porqué hacerlo.
Coco fue maestro, mentor y facilitador consular de un salvoconducto como el anteriormente mencionado. Un segundo padre que me llevó amablemente de vuelta al primero para luego convertirse en encantadora y fabulante amistad entre ambos. Cocinaba mientras contaba una de sus historias inverosímiles, como su noche con Laura Antonelli en Roma o sus charlas en un manicomio con Paul Tibbets, el piloto del Enola Gay que dejó caer la muerte atómica sobre Hiroshima. Si no era cierto, era ben trovato.
Coco era mi jefe y mi amigo. Por lo que cuando me enteré de que le había regalado el cuaderno de Hernández a mi hermano quedé desconcertado y con derecho a preguntarle porqué. Imposible. Coco ya había muerto. Como respuesta recordaba su sonrisa de niño travieso que acaba de atorar el wáter, mirando intubado en su departamento en las alturas de la avenida Benavides una película sobre Genghis Khan. Un hombre que estaba muriendo sonreía ante otro que conquistaba el mundo.
Cuando hace unas semanas la Casa de la Literatura, esa antigua estación de tren donde aún se sigue viajando [1], anunció que montaba una muestra en torno a los cuadernos de Hernández pensé en ese cuaderno como si fuera mío [2]. Y entendí por qué no estaba en mis manos y a lo que Hernández se refiere cuando habla, como un mantra, de la soñada coherencia.
Fue gracias a Salazar que leí por vez primera la poesía de Hernández en ese mismo cuaderno. Quedé maravillado del viaje dimensional que una exquisita caligrafía, plumones Faber-Castell mediante, lograba convocar con el simple hecho de su lectura. Como en boca de un mago pero sin paloma escondida en la manga, esas palabras suponían magia. Me cagó, que es la escatológica manera limeña de decir me deslumbró sin atenuantes ni vuelta en u. Había que leer todo lo escrito por el poeta médico, obra desperdigada en cuadernos hechos semillas.
Fue gracias a Salazar que conocí a Max y a Carlos, hermanos del poeta ológrafo, fortuna que atesoro, espero que con el merecido esmero. Una conversación con Max es una cátedra no ajena a la remembranza emotiva, poderosa contención de la emoción ante la razón, ejercicio de la escuela taurina de Ronda, pensando en Antonio Ordóñez. Una reunión con Carlos, así sea electrónica pues escribe, plagia y fowardea sin parar desde Estados Unidos, es un deleite sentimental y nostálgico que abarca lo literario, la balada italiana, la dulce maldición del fútbol, und so weiter, es decir más cosas entre cielo y tierra que las que sospecha tu filosofía. En esos escritos Carlos lleva a la práctica lo que su hermano a los cuadernos: vivir es lo único que importa. O, como reza el lema de los tres hermanos Hernández, lo importante es la rosa. Apréndanlo.
Luis Hernández hizo de su escritura una extensión del juramento hipocrático: apartar el daño de los demás [3]. Su obra, flotante y dispersa en su forma física, es en espíritu un antídoto perseverante contra la medianía, la tristeza y lo unidimensional, guía cromática de los siete colores de Lima que enseña a ver lo mejor de lo peor reuniendo imaginariamente pero de verdad a los prófugos del mundo, amigos y hermanos, muertos o vivos —da lo mismo— como una familia extendida e invulnerable. Es un códice socarrón, festivo y amiguero como era el poeta, a pesar del peruano estigma de hacer de todo vate nacional un ser triste que llora a solas y se lava las manos con Thimolina Leonard [4].
Ese cuaderno, o cualquiera de los suyos aún perdidos, son como su poesía, de todos y de nadie. Como una de esas espectaculares puestas de sol con que la ciudad aleatoriamente sorprende y demuestra que no siempre lo gris es gris. Que es lo que de otra manera Coco decía a cada rato, la poesía no sirve para nada: solo para vivir.
La soñada coherencia, dijo el poeta.
[1] Estupendo el trabajo que ahí desempeñan Kristel Best, Joan Muñoz, entre otros.
[2] El sol lila se inaugura el miércoles 26, a las 19:00, en la Casa de la Literatura (jirón Ancash 207 ).
[3] Apolo, por quien juran los médicos, no es en vano también dios de la poesía.
[4] Frase del poeta, grande, Alonso Ruiz Rosas.