Una madrugada de un año indeterminado del siglo XVIII, un joven estudiante de la Universidad de Ingolstadt, en Alemania, consigue dar, tras dos años de ardua investigación, con una técnica que le permite suministrar el impulso vital a la materia orgánica inerte. Formado a partir de retazos seleccionados de distintos cadáveres, una criatura repulsiva de más de dos metros de altura abrió sus ojos amarillentos y vacíos, respiró profundamente y sacudió su cuerpo en un movimiento convulso que expuso el tejido muscular y los vasos sanguíneos apenas contenidos por una piel nauseabunda. En aquel momento, invadido de espanto, el estudiante-inventor vio cómo su anhelado ‘Adán’ se convirtió súbitamente en un ‘ángel caído’, un ente ominoso del que era necesario escapar. Y así lo hizo. Victor Frankenstein abandonó el laboratorio, su carrera y a su monstruosa creación, pero esta última no lo volvería a dejar solo nunca más.
***Junto a la figura del fantasma, el vampiro, la bruja y el hombre lobo, el monstruo de Frankenstein se ha convertido en uno de los íconos de la imaginería del horror. Desde su publicación en 1818, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Shelley (1797-1851) —de soltera Mary Godwin Wollstonecraft, hasta que a fines de 1816 se casó con el poeta Percy Bysshe Shelley—, ha sido objeto de innumerables adaptaciones abordadas desde distintas disciplinas artísticas. Gracias a ellas, el argumento del relato de Shelley es harto conocido por todos: narra la historia de un científico que logra dar vida a una criatura fabricada por él mismo, a la cual abandona después debido a su espeluznante aspecto. La novela reescribe el mito de Prometeo, el titán que engendró al Hombre moldeándolo en arcilla, y le entregó el fuego sagrado que robó a los dioses. Por su osado intento de igualar el poder divino, Prometeo fue condenado a pasar la eternidad encadenado en la cima de una montaña. Ahí, cada día, un águila picotea su hígado, el cual se regenera al caer la noche, únicamente para volver a ser destrozado por el ave a la mañana siguiente, y así hasta el fin de los tiempos. Pero, a diferencia del titán, el atrevimiento de Victor Frankenstein no es castigado por los dioses, sino por su propia criatura, quien lo persigue incansablemente, dejando a su paso el rastro sanguinolento de las personas que el científico ama. Todo empezó con un desastre natural y la legendaria reunión de un grupo de jóvenes intelectuales en una mansión suiza.
El año sin veranoEl 10 de abril de 1815 hizo erupción el volcán Tambora, ubicado en la isla de Sumbawa, en Indonesia. Una columna de fuego líquido, kilométricas nubes de ceniza y emanaciones de azufre destruyeron por completo el poblado, sofocaron el ganado, arrasaron con los cultivos y quitaron la vida de más de 12.000 habitantes. Pero sus nefastos efectos no se limitaron únicamente a la región de este archipiélago. Con una magnitud de siete puntos (sobre ocho) en el índice de explosividad volcánica, la de Tambora fue la mayor erupción registrada en la historia, lo que desencadenó una serie de fenómenos naturales que afectaron drásticamente el clima mundial. La temperatura global descendió entre 0,4 y 0,7 °C, lo cual dio lugar a un fenómeno conocido como invierno volcánico, un régimen glacial que arrasó con la producción agrícola de Europa y Norteamérica, lo que acarreó la peor hambruna del siglo XIX y elevó la cantidad de muertos a más de 71.000. Varios meses después, estas anomalías climáticas persistían, por lo que 1816 se convirtió en el “año sin verano”, el más frío vivido en el hemisferio norte en más de dos siglos. En medio de esta temporada marcada por la muerte, fueron engendradas dos criaturas monstruosas que se convertirían en los mayores representantes de la literatura gótica. En mayo de 1816, George Gordon Byron (1788-1824), mejor conocido como Lord Byron, uno de los poetas más representativos y controversiales del Romanticismo inglés, alquiló Villa Diodati —cuyo nombre original era Villa Belle Rive, pero fue rebautizada por Byron debido al apellido de los propietarios—, una antigua mansión ubicada cerca del lago Geneva en Cologny, a las afueras de Ginebra, en Suiza. Agobiado por el incremento de sus deudas, por el reciente divorcio de su esposa Anne Isabella Noel Byron, con quien acababa de tener una hija, y por los escandalosos rumores que lo vinculaban sentimentalmente con su medio hermana Augusta Maria Leigh, Byron decidió abandonar Inglaterra —adonde no volvería nunca más— para pasar unos meses en esta apacible localidad, acompañado por su médico personal, el también escritor John Polidori (1795-1821). Poco después, los entonces jóvenes novios Percy Bysshe Shelley (1792-1822) y Mary Shelley, de 23 y 18 años respectivamente, viajaron a Cologny para reunirse con el poeta. Persuadidos por los insistentes ruegos de Claire Clairmont, medio hermana de Mary (quien tuvo una aventura con Byron en Londres), los Shelley alquilaron una pequeña casa conocida como la Maison Chapuis, cerca de Villa Diodati. Al lugar llegaron también la condesa Potocka y el escritor inglés Matthew Lewis (1775-1818), autor de la novela gótica “El monje” (1796). A pesar del mal tiempo, el grupo se reunía frecuentemente para conversar sobre literatura, filosofía y los nuevos avances científicos, pasear por el campo y navegar en bote por el lago. Pero las constantes lluvias y el frío implacable los obligaron muchas veces a permanecer dentro de la casa. Fue en junio, durante uno de esos temporales que traían a la memoria el recuerdo de Tambora, que se vieron confinados al interior de Villa Diodati por más de tres días. Resguardados por las gruesas paredes de piedra de esta mansión centenaria, el grupo se reunió en torno al fulgor de una chimenea y durante horas se entretuvo con la lectura de “Fantasmagoriana”, una antología de cuentos alemanes de fantasmas traducidos al francés; y de la novela gótica “Vathek” (1786), de William Beckford. Inspirado por esas historias y por la misteriosa atmósfera que los envolvía, entre el rugido de los truenos y los aullidos del viento, Byron propuso que cada uno de los presentes escribiera un relato de horror. De este desafío surgieron “El entierro”, una novela inconclusa escrita por el propio Byron, inspirado en las leyendas de vampiros que escuchó en sus viajes por los Balcanes; “El vampiro” (1819), de John Polidori, basado en el relato de Byron, que figura como la primera referencia literaria a la figura del vampiro; y “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Shelley, la primera novela de ciencia ficción de la historia. Se desconoce si Percy participó.
Basado en hechos realesTras pensar infructuosamente por varios días en un argumento para su historia, Mary Shelley halló la inspiración en una conversación que sostuvieron Percy y Byron sobre la esencia de la vida y los experimentos que el doctor Erasmus Darwin (abuelo del célebre Charles Darwin) hiciera a partir de la teoría de galvanización propuesta por Luigi Galvani, la cual planteaba que la electricidad era capaz de curar ciertas enfermedades y de reanimar cadáveres. Esa noche Shelley recibió en sueños la visita del científico y su criatura: “Vi al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto al ente que había armado. Vi la espantosa figura de un hombre yaciendo inerte y que, poco después, con la ayuda de una poderosa máquina daba señales de vida y comenzaba a moverse con dificultad. Debía de ser pavoroso, tanto como lo puede ser el que un humano trate de imitar el estupendo mecanismo del Creador del mundo. Su éxito aterrorizaría al artista, quien huiría velozmente de su odiosa creación”, escribió en el prólogo de la edición de 1831. Dicho sea de paso, la novela fue publicada recién en marzo de 1818, y fue editada dos veces más en vida de Shelley: en 1822 apareció la segunda edición, donde recién aparecía la firma de autora; y posteriormente, en 1831, cuando reescribió por completo la obra, y añadió una introducción mucho más extensa. Existen, sin embargo, otros dos personajes reales que han sido señalados muchas veces como los modelos sobre los cuales Shelley se basó para retratar a su Victor. Durante el siglo XVII vivió en Alemania un notable médico, teólogo y alquimista llamado Johann Conrad Dippel (1673-1734). Se dice que en su hogar, un viejo edificio conocido como el castillo de Frankenstein, ubicado en la ciudad de Darmstadt, Dippel practicaba macabros experimentos con cadáveres humanos a los que intentaba reanimar y transferirles el alma de otras personas. En su libro, “In Search of Frankenstein” (1996), el investigador rumano Radu Florescu sostiene que Mary y Percy Shelley tenían conocimiento de la historia de Dippel y que visitaron el castillo en 1814. Por su parte, el científico amateur Andrew Crosse (1784-1855), un pionero en la investigación eléctrica, también ha sido vinculado a la figura de Frankenstein. En 1836 Crosse llevó a cabo un experimento atmosférico y de electrocristalización, en el cual se creyó que había creado vida debido a la aparición espontánea de cientos de pequeños insectos en los frascos que utilizó. Sin embargo, aunque los Shelley asistieron a una conferencia dictada por Crosse en 1814, donde lo pudieron conocer personalmente, el episodio del experimento tuvo lugar 20 años después de la publicación de “Frankenstein,” de modo que se descarta la idea de que este haya sido una fuente de inspiración para la autora.
Frankenstein en la cultura popularHoy, casi dos siglos después, seguimos obsesionados con la imagen de este soberbio científico y su criatura contrahecha. Y es que, como explica el escritor español Fernando Marías, “la fascinación y el interés universal por el monstruo y su creador aparecen no porque sea una novela de terror, sino porque trata sobre el miedo a la soledad del ser humano. El monstruo podríamos ser nosotros, cualquiera de nosotros”. Efectivamente, la novela nos presenta las vicisitudes de la criatura, un otro que sin verdadera culpa es condenado a una existencia de aislamiento e incomprensión. De modo que la trágica historia de la criatura es en realidad la historia de todos aquellos individuos o pueblos a los que alguna vez se les negó la condición de humanidad. Por otro lado, la novela de Shelley plantea también la pregunta por la moral científica y los límites de la intervención tecnológica sobre los seres vivos; debate que hoy, debido a los avances científicos alcanzados, está más vigente que nunca. Como anota el escritor colombiano William Ospina, autor de “El año del verano que nunca llegó” (2015), libro donde narra los hechos ocurridos en Villa Diodati, “Mary Shelley supo captar bien una de las grandes preguntas de su tiempo, que sigue siendo una pregunta angustiosa de nuestra época: si es posible la vida artificial, y si las criaturas engendradas por la ciencia terminarán rebelándose contra sus creadores, como en los mitos de Prometeo o del aprendiz de brujo”. Prueba de nuestra obsesión por la historia de Frankenstein son las incontables adaptaciones que se siguen realizando hasta el día de hoy. Entre la enorme lista habría que mencionar obras de teatro —piezas dramáticas, musicales y óperas—; alrededor de una veintena de novelas; adaptaciones en programas radiales; apariciones en innumerables novelas gráficas, mangas y cómics; más de 60 producciones televisivas, entre las que destacan versiones cómicas de los años sesenta como “Los Munsters”, y series más modernas y sombrías como “Penny Dreadful”, producida por Sam Mendes; The “Frankenstein Chronicles”, de la cadena A&E; y “Second Chance”, que se acaba de estrenar el pasado 13 de enero por Fox. Asimismo, deberíamos tener en cuenta las más de 90 películas de los más disímiles registros y subgéneros cinematográficos. Desde su primera adaptación fílmica, en un cortometraje de 1910; pasando por la famosas producciones de Universal Pictures protagonizadas por Boris Karloff; y por tantos —y muchas veces delirantes— spin-off como la metaficcional “La novia de Frankenstein” (1931) o “Frankenstein y el hombre lobo” (1943), con Bela Lugosi y Lon Chaney; además de versiones más fieles a la novela, como “Frankenstein de Mary Shelley” (1994), de Kenneth Branagh, donde Robert de Niro interpreta a la criatura, distando mucho del cliché; hasta la más reciente “Victor Frankenstein” (2015), de Paul McGuigan, protagonizada por James McAvoy y Daniel Radcliffe. Además de tres cintas que narran la historia de la composición de la novela: “Gothic” (1986), de Ken Russell; “Haunted Summer” (1988), de Ivan Passer; y “Remando al viento” (1988), de Gonzalo Suárez. Mención aparte para la influencia intertextual: ahí están, por ejemplo, la española “El espíritu de la colmena”; o “Dioses y monstruos”, que narra la historia de James Whale, el director de la más famosa trilogía con el personaje. Si bien, gracias a todas estas relecturas, la novela de Shelley ha conseguido ejercer una influencia notable en la cultura popular, también es cierto que la historia original y sus personajes han sufrido al mismo tiempo una serie de deformaciones a medida que estos fueron insertándose en el imaginario colectivo. Como afirma William Ospina: “Mary logró algo más importante que crear un personaje literario: crear un ser que pronto escaparía de la literatura y se convertiría en parte de nuestras vidas, en un verdadero mito de esta edad del mundo”. Así, una de las variaciones más sobresalientes es la que se relaciona con el nombre de la criatura. Ya desde la primera década posterior a la publicación de la novela, se empezó a utilizar por metonimia el nombre Frankenstein para referirse a la criatura en sí misma, olvidando que este corresponde en realidad al apellido de su creador, y que en la novela el monstruo jamás fue bautizado. La confusión se consolidó con el éxito de la versión teatral de 1927 realizada por la dramaturga británica Peggy Weblin, pieza en la que se basaron varias películas posteriores. Asimismo, gracias a la enorme recepción que tuvo la trilogía protagonizada por Boris Karloff, compuesta por “Frankenstein” (1931), “La novia de Frankenstein” (1935) y “El hijo de Frankenstein” (1939), se extendió rápidamente la imagen del monstruo atado a una mesa de operaciones animado por una tremenda descarga eléctrica. En la novela, en cambio, aunque se habla sobre el galvanismo, Shelley dispuso que el doctor descubriera un misterioso y elemental principio biológico, lo cual le permitió desarrollar un método —que nunca es descrito con precisión— para insuflar vitalidad a la materia inanimada. Otra de las desviaciones más comunes es la que tiene que ver con el carácter del monstruo. Pese a que en la novela de Shelley la criatura es caracterizada como un ser racional e inteligente que aprendió a hablar, leer, escribir e incluso a formular las más profundas reflexiones sobre la naturaleza humana —y sobre su propia condición—, la imagen que se ha popularizado a través de las distintas adaptaciones cinematográficas es la de una bestia torpe, violenta y deficiente mentalmente. Esto se debe en parte a que la novela no fue muy bien recibida por la crítica, y fue acusada de ser un texto subversivo y ateo —incluso el escritor William Beckford se refirió a ella como “el hongo venenoso más asqueroso que haya brotado del apestoso muladar de los tiempos presentes”—. De este modo, las primeras adaptaciones teatrales que aparecieron se vieron obligadas a incluir en sus versiones elementos moralizantes que satisficieran la ideología conservadora imperante en la época. Así, uno de los principales recursos utilizados fue retratar a la criatura como un ser mucho más monstruoso, oscuro e inhumano de lo que Shelley propuso. Como a su padre, la criatura nunca nos abandonó. Caminó con nosotros durante casi dos siglos, alterando su rostro en la medida que nuestra sociedad fue cambiando, pero siempre mantuvo intacta su esencia ominosa, como un recordatorio de los umbrales que no debemos penetrar, y de los peligros que encierra el uso irresponsable de la ciencia y la tecnología.