Me ocurre todo el tiempo. Basta que suba a un avión para que una historia se acerque hasta mí y me ruegue que la cuente. Una historia es un personaje, y un personaje en este caso es un pasajero que estará sentado a mi lado, y que, luego de hacer algunos comentarios sobre el tiempo, se presentará y me contará el motivo de su viaje o el drama de su vida: “Oiga usted, señor, mi vida es un calvario desde que la mujer amada dijo simplemente que no”. Escucharé un estrépito de calabazas todo el tiempo durante las seis primeras horas de mi viaje a los Estados Unidos. Y entre calabazas terminará el sueño de gozar de un reparador sueño durante toda esa etapa.
La última vez que viajé ocurrió exactamente lo mismo. A mi costado, al lado de la ventanilla, un caballero de más o menos sesenta años me saludó con una inclinación de cabeza, y luego se volvió para observar las nubes que se nos cruzaban durante más o menos una media hora. ¡Qué alegría! Eso me hizo pensar que, por fin, me había topado con un tipo silencioso, capaz de guardar sus secretos para sí mismo y permitir que su vecino se tomara una siesta, de manera que extendí la silla hasta el máximo y traté de ponerme un antifaz oscuro. Casi pensé en agradecerle por ser tan hermético, pero me estaba apresurando.
Pasada la primera media hora, el señor tiró la persiana de la ventanilla y volteó hacia mí para mirarme. Dos lágrimas le bajaban por la cara. ¡Oh, no! La triste historia estaba a punto de ser revelada. Hice el ademán de mirar hacia otro lado para no invadir su privacidad, pero ya estaba él entrando en la mía.
¿Cree usted que ya estamos pasando la frontera de la patria? ¿Piensa usted en volver al país alguna vez? ¿Sabe usted lo que es despedirse para no retornar? ¿Le gusta escuchar al dúo Pimpinela?
Fingí estar sordo para no responder ninguna de estas preguntas porque ya sé que la gente las hace, no para escucharnos, sino para que oigamos sus propias respuestas. Pero el hombre parecía determinado a convertirse en mi personaje, a pesar de que mis ojos estaban fijos en el espacio como los de un filósofo o los de un edecán, continuó su discurso imperturbable y comenzó a decir que sí, que ya cruzábamos la línea demarcatoria de frontera y que él no la volvería jamás a cruzar de vuelta.
Mientras tanto, yo pretendía cerrar los ojos y dormir, pero la curiosidad pudo más que mi cansancio. Cuando se acercó la camarera a nuestro asiento, le pedí un par de vasos de whisky y le extendí uno a mi vecino:—Está bien. Usted gana. Voy a escucharlo. Dígame lo que quiere contarme.
La historia comenzaba hace cuatro años en Lima. Un joven abogado sin estudio y su esposa conversaban sobre sus problemas económicos y la posibilidad de que un viaje a Estados Unidos les abriera nuevos rumbos.
—¿Qué te parece si yo viajo primero? —dijo ella—. Me han dicho que para una mujer es más fácil encontrar trabajo cuidando bebés o sacando a pasear ancianos. Me voy, permanezco unos seis meses, me abro camino y tú vienes después. ¿Qué te parece?A él la idea le pareció excelente.
Cuando llegues a Nueva York, te puedes quedar en la casa de mi tío, el hermano de mi padre, que vive allí desde hace veinticinco años. Él y su esposa no tendrán inconvenientes en recibirte porque siempre me han estado invitando.
Siete noches en California... y otras noches másEduardo González ViañaEditorial: LápixPáginas: 172Precio: S/45,00
La joven esposa —llamémosle Juanita— parte hacia la Gran Manzana, y todo comienza a suceder como lo había pensado. Es recibida con gran simpatía y antes del fin de semana consigue un carné falso del Seguro Social por solo ochenta dólares. Unos días más tarde cuida a los bebés de una pareja simpática y muy acomodada, que le paga en efectivo para que no tenga problemas con la entidad tributaria.
—Me pagan casi dos mil dólares y no necesito hacer ningún gasto. ¡Dos mil dólares, Jorgito! Si las cosas siguen así, tú vas a poder venir antes de lo que habíamos pensado —le cuenta Juanita por teléfono a Jorgito en su llamada que realiza una vez por semana. Y agrega:
—Tan solo hay un problema. La esposa de tu tío se ha ido de la casa y ha pedido el divorcio. ¡Pobrecito! Este fin de semana lo voy a invitar a una peña de latinos para que se divierta. Voy a tratar de divertirlo un poco. ¿No te parece, Jorgito?
A Jorgito, eso le parece muy bien. Pero al segundo mes, algo raro comienza a ocurrir. Las llamadas escasean y ya no llegan a Lima esas preciosas tarjetas que ella antes le mandaba: I miss you. I miss you, honey!
El tercer mes no hay llamadas, y Jorge tiene que hacer una, a pesar de las tarifas de Telefónica. No encuentra a nadie, y deja un mensaje grabado, pero nadie le devuelve la llamada. Lo intenta varias veces, hasta que un día, a una hora inusitada, ella levanta el fono. La explicación es sencilla:
—¡Cómo piensas que te voy a olvidar, honey! Lo que ocurre es que perdí la agenda y allí estaban nuestra dirección y nuestro número de teléfono. Y ahora te tengo que colgar porque tu tío me está esperando en la puerta para ir al cine. ¡Pobrecito! ¡Está tan triste!
Jorge cuelga pensando que el trabajo excesivo está haciendo que su sacrificada esposa se vuelva un poco amnésica. Pero el tiempo pasa. Juanita y el tío cambian de dirección y de número telefónico, y se suspende toda comunicación con Lima. Supongo que, al cabo de dos años, el marido entiende.
Después de ese tiempo, el tío, que ya es pareja de Juanita, hace un viaje a Lima y, sin quererlo, se encuentra con Jorgito en una fiesta familiar. Sin embargo, la temida confrontación resulta muy agradable.
—Qué ocurrencia, tío. Por supuesto que comprendo. Salúdela de mi parte, y si ustedes quieren arreglar su situación, yo no hago problema. Dígale a Juanita que me mande un poder, o viaje a Lima, para hacer los papeles del divorcio.
Cuando la historia llega a este punto, el hombre vuelve a abrir las persianas y la ventanilla nos deja ver un cielo espléndido, colmado de nubes blancas, rojas y amarillas. Las nubes son como la gente. Están ávidas de contar historias. Caminan silenciosas por el firmamento y nos dicen que vivir es ver pasar. Dibujan rostros amados en el azul perpetuo. Se van después con nuestros sueños y con nuestra esperanza, con nuestros menudos dramas y con nuestra pregunta eterna sobre el sentido de todo esto. Son como nosotros. Como diría Azorín, son inestables, pero también son eternas. Se van al país de Nunca Jamás y nos dejan sin amparo y sin historias.
Sin historias, no. El caballero sigue relatando la suya. “Me impresionó Jorgito. ¡Qué inteligente es ese muchacho y qué moderno! Creo que le viene de familia. Tal vez sea bueno que viajes a Lima y arregles lo del divorcio. Hazlo, Juanita, yo te estaré esperando”.
Y Juanita hace el viaje. Al día siguiente, ya le está telefoneando:—Tienes razón. Me ha entendido completamente y el lunes vamos a presentar la demanda del divorcio. Pero este fin de semana, vamos a irnos a Chaclacayo para ponernos de acuerdo sobre la propiedad de la casa y quién va a quedarse con el perro. Te llamaré para decirte cuándo viajo de regreso. Para que me recibas, honey.
La verdad es que no sé qué es lo que pasó después de eso. Pasaron dos semanas, y como Juanita no llamaba, pensé que no habían llegado a ponerse de acuerdo.
Pero sí se habían puesto de acuerdo, y se quedaron a vivir en Chaclacayo. Y recién lo comprobó el tío esta semana después de un viaje relámpago al Perú de donde está regresando a los Estados Unidos. Entonces, le ofrezco otro whisky para evitarme el espectáculo que ofrece un hombre maduro llorando. Y me doy cuenta de que las historias me persiguen, y de que no voy a poder huir jamás de mis personajes. El avión se mete en una nube gigantesca como aquella en la que vivimos todos, rodeados por historias.
Eduardo González Viaña (Pacasmayo, Perú, 1941)Estudió Derecho, pero se dedicó al periodismo y a la literatura, y tal vez el hecho de vivir hace más de tres décadas en los Estados Unidos, donde trabaja como catedrático en la Western Oregon University, hace de la migración uno de los temas recurrentes en la obra de Eduardo González Viaña. Es miembro de número de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.