Señor presidente:
Américo Diosdado, de 47 años, profesión comerciante, domicilio legal en Breña, calle Los Naranjos 840, ante usted con el debido respeto me presento y digo: que, disponiendo de un peculio propio, fruto de una herencia y la venta de un pequeño taller de lavado de ropa, resolví en el mes de marzo de este año invertir mi dinero en un negocio más que me permitiera aumentarlo para subvenir a las necesidades de mi familia. Por relaciones con un primo que vive en los Estados Unidos me enteré de que los zoológicos de ese país, así como los laboratorios de muchas universidades y algunos comerciantes privados, tenían interés en la compra de monos, animal que no existe en estado salvaje en la rica nación del norte, pero que en cambio abunda en nuestra selva virgen, donde es víctima de cazadores furtivos que negocian su piel o de tribus aún incivilizadas que los depredan para su sustento. En estas condiciones, pensé que sería útil para los monos y para mí el poder exportarlos hacia una nación donde serían mejor tratados y llevarían una vida tranquila en parques zoológicos modernos o domicilios de coleccionistas de animales, sin tener que errar en la selva en busca de su sustento. Es así como efectué un viaje a los Estados Unidos en el mes de abril con el objeto de tomar contacto con los interesados y hacer un estudio del mercado. Posibilidades enormes se abrieron ante mí y regresé al Perú con un carnet de pedidos de hasta mil doscientos monos. Antes de viajar a la montaña para buscar la mercadería animal, obtuve en los ministerios competentes el permiso para la captura y la exportación de los simios, previo pago de la suma de treinta mil soles, como podrá verse en el comprobante adjunto. Luego me dirigí a la región de Tingo María, con el objeto de contratar sobre el terreno una expedición encargada de la recolección. Con un equipo de doce regnícolas avezados en este tipo de empresas, recorrí durante dos meses toda la región selvática comprendida en los departamentos de Huánuco, Amazonas, San Martín y parte de Loreto, y logramos al cabo de esfuerzos denodados y aventuras muchas veces riesgosas reunir los mil doscientos monos, de diferentes especies y dimensiones, los que fueron acondicionados en veinticinco jaulas especialmente preparadas para su residencia y transporte. En varios camiones, fueron traídos a Lima e instalados en una granja que alquilé en Surco, mientras hacía los trámites sanitarios para su exportación y buscaba un medio de transporte marítimo hacia San Francisco. En la granja tuve que contratar permanentemente a cinco peones encargados de la alimentación y cuidado de los monos, bajo la autoridad de un veterinario que velaba sobre su adaptación al nuevo clima y su estado general de salud. Debo decirle, señor presidente, que me esmeré al extremo para que los simios no padecieran de ninguna incomodidad, aparte del encierro en sus jaulas. Todos fueron vacunados contra las epidemias que diezman a esta especie, cuidadosamente tratados y sustentados, de modo que pudieran afrontar el viaje en barco de ocho días hasta Estados Unidos y llegaran a manos de sus adquirentes en las mejores condiciones de peso, salud y apariencia. Aquí empiezan, señor presidente, los contratiempos que me han forzado a dirigirle esta solicitud. Cuando logré convenir con un barco de la Compañía Nacional de Transportes el traslado de los monos hacia San Francisco y estipulamos la fecha del embarque, un funcionario del Ministerio de Industria y Comercio me dijo que, si bien mis papeles estaban en regla, debería consultar con las altas esferas antes de dar su autorización, pues se trataba de un lote muy importante de animales. Después de esperar varias semanas la respuesta de su consulta, con la consiguiente carga que representaba para mí el mantenimiento de los monos en la granja, el funcionario me comunicó que usted, señor presidente, había tomado la decisión de oponerse a la salida de los monos, pues a su juicio ellos formaban parte del patrimonio nacional. Según me dijo el funcionario, el Perú no podía exportar inconsideradamente sus riquezas naturales, y debía tratar de preservar su flora y su fauna. En estas condiciones se me negaba el derecho de embarcar mi carga hacia los Estados Unidos, sin decirme además qué debería hacer con ella. Durante dos meses traté de hacer revocar esta decisión, mientras buscaba llegar a un acuerdo con otro barco, pues el primero ya había partido. Pero fue absolutamente imposible. Los monos, me dijeron, eran peruanos, y no podían salir del Perú en esa cantidad sin el permiso de usted, señor presidente.
El libro "Invitación al viaje" de Julio Ramón Ribeyro está disponible en librerías a nivel nacional.
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