El 9 de abril es un vacío en la historia colombiana, sí, pero es otras cosas además: un acto solitario que mandó a todo un pueblo a una guerra sangrienta; una neurosis colectiva que nos ha servido para desconfiar de nosotros mismos durante más de medio siglo. En el tiempo transcurrido desde el crimen los colombianos hemos intentado, sin éxito, comprender lo que ocurrió ese viernes de 1948, y muchos lo han convertido en un entretenimiento más o menos serio y han consumido así su tiempo y sus energías. También hay norteamericanos —yo conozco a varios— que se pasan la vida entera hablando del asesinato de Kennedy, de sus detalles y sus pormenores más recónditos, gente que sabe de qué marca eran los zapatos de Jackie el día del crimen, gente que puede recitar frases enteras del informe Warren. Y sí: también hay españoles —no conozco a muchos, pero sí a uno, y con él me basta— que no dejan nunca de hablar del fallido golpe del 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados en Madrid, y que podrían encontrar con los ojos cerrados los huecos de los tiros en las paredes del hemiciclo. Hay gente igual en todo el mundo, me imagino yo, gente que responde así a las conspiraciones de sus países: convirtiéndolas en un relato que se cuenta y se vuelve a contar, como las fábulas de niños, y también en un lugar de la memoria o la imaginación, un lugar virtual al que vamos para hacer turismo, revivir nostalgias o tratar de encontrar algo que se nos ha perdido. El doctor, según me pareció entonces, era parte de esa gente. ¿Lo sería yo también? Benavides me había preguntado de dónde me venía la vaina, y yo le había hablado de un cuento que escribí en mis años universitarios. Pero no le hablé de lo que dio origen al cuento ni del momento en que lo escribí. No había recordado nada de eso en mucho tiempo, y me sorprendió que fuera ahora, en medio de un presente acosador, cuando decidieran volver esas memorias. Eran los días arduos de 1991. Desde abril de 1984, cuando el narcotraficante Pablo Escobar hizo asesinar al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, una guerra entre el cartel de Medellín y el Estado colombiano se había tomado mi ciudad por asalto o la había convertido en su teatro de operaciones. Las bombas estallaban en lugares cuidadosamente escogidos por los narcos con el propósito de matar a ciudadanos anónimos que no hacían parte de la guerra (salvo que todos hacíamos parte de la guerra, y había sido una inocencia y una ingenuidad creer lo contrario). En vísperas de un Día de la Madre, por poner un ejemplo, dos atentados en centros comerciales bogotanos dejaron veintiún muertos; una bomba en la plaza de toros de Medellín —es otro ejemplo— dejó veintidós. Las explosiones marcaban el calendario. Con el paso de los meses empezamos a entender que no estábamos libres de riesgo, ninguno de nosotros, porque a cualquiera le podía tocar una bomba en cualquier momento y en cualquier lugar. Los lugares de los atentados, por una especie de atavismo que apenas descubríamos, quedaban vedados para los caminantes. Trozos de la ciudad se iban perdiendo para nosotros o convirtiéndose, cada uno de ellos, en un memento mori de cemento y ladrillo, y al mismo tiempo empezábamos a asomarnos a esa revelación todavía tímida: que un nuevo tipo de azar (del azar que nos separa de la muerte, que es, junto al azar del amor, el más considerable de todos y también el más impertinente) había entrado en nuestras vidas con la forma invisible y sobre todo impredecible de una onda explosiva. Mientras tanto, yo había comenzado mis estudios de Derecho en una universidad del centro bogotano, un viejo claustro del siglo XVII que sirvió de cárcel para los revolucionarios de la Independencia, por cuyas escaleras bajó alguno hacia el cadalso y cuyas aulas de muros gruesos habían producido varios presidentes, no pocos poetas y, en ciertos casos malhadados, algunos presidentes poetas. En las clases no se hablaba apenas de lo que sucedía afuera: discutíamos si un grupo de espeleólogos, atrapados en una cueva, tienen derecho a comerse unos a otros; discutíamos si Shylock, en “El mercader de Venecia”, tenía derecho a quitarle a Antonio una libra de carne de su cuerpo, y si era legítimo que Portia le impidiera hacerlo mediante un tecnicismo barato. En otras clases (en la mayor parte de las clases) me aburría con un aburrimiento casi físico, una suerte de inquietud en el pecho, similar a un leve ataque de ansiedad. Durante los tedios inefables de Procesal o de Bienes comencé a ocupar los pupitres de la última fila del aula, y allí, protegido por los cuerpos abigarrados de los otros, sacaba un libro de Borges o de Vargas Llosa, o de Flaubert por recomendación de Vargas Llosa, o de Stevenson o Kafka por recomendación de Borges. Muy pronto llegué a la conclusión de que no valía la pena asistir a clase para poner en escena ese elaborado ritual de impostura académica; empecé a faltar, a perder mi tiempo jugando billar y hablando de literatura, o escuchando grabaciones de poesía de León de Greiff o de Pablo Neruda en el salón de los sofás de cuero de la Casa Silva, o caminando por los alrededores de mi universidad, sin rutina ni método ni rumbo fijo, yendo de los emboladores de la plaza al café que había junto al Chorro de Quevedo, de las bancas ruidosas del parque Santander a las recluidas y calladas del Palomar del Príncipe, o del Centro Cultural del Libro, con sus locales de un metro cuadrado y sus libreros hacinados que podían conseguir todas las novelas del boom latinoamericano, al Templo de la Idea, una casona de tres pisos donde se empastaban bibliotecas privadas y uno podía sentarse en las escaleras a leer libros ajenos en medio del olor a pegamento y del escándalo de las máquinas. Redacté cuentos abstractos con los desmanes poéticos de “Cien años de soledad”, y otros en que imitaba la puntuación de saxofonista de Cortázar en “Bestiario”, digamos, o en “Final del juego”. A finales del segundo año de carrera comprendí algo que llevaba varios meses incubándose: que mis estudios de Derecho no me interesaban ni me servirían de nada, pues mi única obsesión era leer ficción y, finalmente, aprender a escribirla. Uno de esos días, algo sucedió. En una clase de Historia de las Ideas Políticas, hablábamos de Hobbes o de Locke o de Montesquieu cuando sonaron dos detonaciones en la calle. Nuestra aula quedaba en el octavo piso de un edificio que daba a la carrera séptima; desde nuestra ventana se tenía una vista privilegiada de la calzada y la acera occidental. Yo estaba sentado en la última fila, con la espalda contra la pared, y fui el primero en levantarme para mirar por la ventana: y ahí, en la acera, frente a las vitrinas de la papelería Panamericana, estaba tirado el cuerpo que acababa de recibir los tiros y que ya se desangraba a la vista de todos.
NovelaTítulo: “La forma de las ruinas”Autor: Juan Gabriel VásquezEditorial: AlfaguaraPáginas: 556Precio: S/.109.00
Vida & obraJuan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es doctor en Literatura por La Sorbona y ganador del Premio Alfaguara de Novela 2011. Es autor de las novelas “Los informantes” (2004), “El ruido de las cosas al caer” (2011), “Las reputaciones” (2013), “La forma de las ruinas” (2015), entre otros textos, donde refleja la violencia que ha marcado la historia colombiana. El 6 de diciembre a las 18:00, charlará con el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides, en el marco del Hay Festival Arequipa.