La vida de Rosauro Venegas, el cantante que hizo historia en los barrios populares del costado norte de la ciudad, puede resumirse en su sobrenombre: La Voz de la Desesperación. Esto debido a que al cantar prácticamente se desprendía del corazón y entregaba ese viejo y sufrido órgano a sus seguidores. Si bien muchas de sus canciones enraizaron en el sentir del pueblo llano, hubo una, “Hechicera”, que fue de lejos la más famosa. Con ella vibrando en las rocolas, hasta los espíritus más almidonados perdían consistencia y se derretían como gelatina en verano. Hay que anotar, eso sí, que a pesar de la letra cuasi trágica de las canciones que brotaban de su estro poético, la música venía insuflada de vagos aires tropicales, como hechos ex profeso para airear las notas y balancear el ánimo. De esta manera contribuían a crear cierta soltura en la danza, mayor comunión entre los bailarines, quienes mostraban más confianza y hasta un aire que podría calificarse de picarón. Desde sus mesas o desde la pista de baile, los asistentes miraban con reverencia al artista. Cuántas mujeres no hubieran deseado formar parte de su vida, atrincherarse a su cuerpo magro pero recio y ser arrolladas por la vorágine de una existencia signada por la adoración popular. Pero Rosauro Venegas ya había tenido lo suyo en el rubro de amores. Ahora tomaba las cosas con calma, suave nomás. El egregio periodista del diario El Liberal, el decano de los diarios de espectáculos, Mamerto “Botellita” Sosa, había sentenciado en su página, que era la biblia del espectáculo local: “Todas las mujeres tienen los calzones firmes, hasta que Rosauro Venegas empieza a cantar”. Una vida cuitada como la de él no podía producir sino ganas de cantar boleros. Aunque luego de su última decepción amorosa, Rosauro había dicho “hasta aquí nomás, me planto”, y ya no quiso más pendencia ni saber de mujeres. ¿Quién no conocía esta última parte de su historia? Rosauro era flaco, trigueño, de un trigueño rosáceo debido al feroz consumo de alcohol. (En este apartado se impone anotar que el licor, según lo han estudiado muchos periodistas y escritores, arrea las neuronas hacia la creación, las empuja al perol imaginativo, brinda exacta sazón a la voz, espanta los gallos, enemigos del cantante guarapero; el hecho de que todos los defensores del licor fueran rabiosos bebedores era solo mera coincidencia. Muchas ventajas tenía el licor. ¡Un salud por el licor amigo, compañero de miserias!). El cantante se prodigaba en peñas y bares de cierto renombre durante la semana, pero los sábados se cuadraba en el bailódromo popular La Casa Blanca hasta que asomaba el alba. Algunas veces se tomaba un copetín, decentemente, mientras cantaba, afectando buenas maneras; pero cuando ya estaba embalado, dejaba copetines a un lado y se empujaba guaracazos de 45 grados, un matarratas, un RC y hasta un saltapatrás en las rocas. Luego seguía cantando. Y así, cantando, cantando, era como había empezado la parte neurálgica de su historia, con esa mujer que dejó huella en su alma e incrementó su caudal de boleros cantineros hasta límites intolerables. Todo aconteció un sábado, cuando Rosauro ya estaba trepado en el escenario. Como en sueños divisó entre la marea de gente a una hermosa mujer bailando sola. ¿Estaba viendo bien? Lo atrajo su figura estilizada, cual palmera mecida por el viento del deseo de los hombres. Erguida, con los hombros tirados hacia atrás, balanceaba el peso de su estructura lanzando hacia el frente los pechos, mientras abajo su cintura quebrada dejaba la cola bien rezagada. Él y los demás hombres trataban de aparentar recio dominio de sus emociones, pero era difícil disimular que en ese instante se hallaban sometidos al imperio de sus glándulas más largas. Para qué ser hipócritas: todo entra por los ojos. En ese mismo momento Rosauro se enamoró de ella. ¿Acaso era la mujer que había estado buscando toda su vida? La interfecta tenía largos cabellos azabaches que enmarcaban un rostro donde brillaban un par de ojos verde mar. Rosauro no pudo hablarle esa vez, no tuvo oportunidad. Al finalizar su presentación, la buscó para decirle, en vivo y en directo, que su corazón había empezado a latir a velocidad no permitida, justo desde el instante en que la vio. Pero ya no la pudo ubicar entre la multitud. Felizmente el sábado siguiente la volvió a ver y, ahora sí, le dirigió la palabra. Pocas palabras, es cierto, en los intermedios de su presentación, dándose un brinco desde el escenario, mientras el grupo musical afinaba cuerdas y calibraba vientos. Y así le había sacado la dirección, a ella, quien se hizo de rogar, como corresponde a una mujer hermosa y decente —“de su casa”—, lo cual atizó más la pasión del artista. Por esos días, al calor de la emoción, y aún medio turumbo de amor, Rosauro compuso “Ansias de ti”, un bolero para ser ejecutado por un enamorado sin remedio, sincopado y de versos cortos, para transmitir los sofocos que padece el viril corazón.Libro: El arte verdadero y otros cuentosAutor: Jorge Ninapayta de la RosaEditorial: Peisa y Esan EdicionesPáginas: 126Precio: S/.39.00Vida & obraJorge Ninapayta(Nasca, 1957 - Lima, 2014)Pese a haber sido un talentoso narrador, en vida no recibió la atención que sus obras merecieron. Ganó el primer premio del Cuento de las Mil Palabras de Caretas (1994), y el Premio Internacional Juan Rulfo (París, 1998). Es autor del libro de relatos “Muñequita linda” (2000), la novela “La bella y la fiesta” (2005) y de“ Lima en el ensayo literario peruano” (2013).
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