—¡Que se jodan los campesinos!
Este antiguo grito de la estepa rusa era el brindis acuñado por Homer Stern, fundador, presidente y editor de la pija, pobretona e independiente editorial Purcell & Stern. A menudo brindaba de este modo en las cenas que celebraban las victorias de sus autores o, mejor aún, sus derrotas, tras las numerosas ceremonias de entrega de premios que salpicaban el año editorial. El saludo de Homer a sus guerreros dividía el mundo claramente entre nosotros y ellos —o quizá entre yo y ellos—, un reflejo muy exacto de su visión del mundo, semejante a la de Atila.
Homer era un mujeriego y no se esforzaba especialmente en ocultarlo. Formaba parte de la amplia publicidad de su ego, que a algunos les parecía encantador y otros tantos detestaban. Para sus amigos, su franca apreciación de la carne de caballo femenina cuadraba con su fuerte, nasal acento de clase alta neoyorquina y con su llamativa ropa cara —“A él le sienta bien”, concedió Carrie Donovan en las páginas de “Harper’s Bazaar”— y su afición por los puros cubanos y los Mercedes descapotables. Le había costado años comprarse un coche alemán después de la guerra, pero su gusto por el lujo y la ostentación acabó prevaleciendo sobre cualquier reparo histórico o religioso que le quedase. Homer exudaba una especie residual, venida a menos, de derecho de pernada judío alemán que solo era ligeramente impostado. Lo había heredado de su padre, nieto de un magnate maderero que había amasado una fortuna en el Oeste cuando el primer ferrocarril transcontinental necesitó traviesas para el vagón de carga. Pero de esto hacía mucho tiempo, y las arcas de la familia Stern, después de tres generaciones de dispendios sin reposición, no estaban en absoluto tan llenas de dólares como habían estado. Como en el caso de muchos que vivían de una riqueza heredada, el sentido que Homer tenía de lo que el dinero puede comprar no había seguido el ritmo de la inflación. Era famoso por las míseras propinas que dejaba.
Aun así, se deleitaba en la bella figura que le permitía dar la impresión de ser más pudiente de lo que era. Una vez le dijo a su hijo Plato que parecer rico le facultaba para posponer el pago de sus facturas de imprenta; su impresor preferido, Sonny Lenzner, siempre daba por sentado que podría pagarle cuando se lo pidiera. Respecto a su mujer, Iphigene Abrams, heredera también, en su caso de la fortuna de unos deslucidos almacenes de Newark, aseguraban que había dicho, no sin orgullo (se habían casado a los veintiún años, casi al estilo de una boda concertada, y habrían de seguir juntos, tanto a las duras como a las maduras, durante sesenta y tres años): “No hay nada que a Homer le guste más que caminar por una cuerda floja sobre el abismo”. Iphigene publicó en los años setenta y ochenta una serie de novelas de memorias neoproustianas que algunos apreciaron mucho. A muchos les divertían sus afectaciones de literata eduardiana —vestidos de chifón muy holgados y sombreros de jardinero, o pantalones de montar y fusta—, como si quisiera proclamar que era de otra época y se enorgullecía de ello. Era el complemento perfecto para “la ostentación de nuestro grupo mafioso” que practicaba Homer. Eran toda una pareja.
Stern era el último de los editores “caballeros” independientes, vástagos de las fortunas de la Revolución Industrial que habían decidido gastar lo que les quedaba de la herencia en algo que les divirtiera y que quizá también, en general, valiera la pena. […]
En los oscuros días de los años cincuenta, cuando Homer se propuso crear una editorial con Heyden Vanderpoel, un wasp acaudalado que conocía de jugar al tenis, invitó a asociarse a ellos a Frank Purcell: “Como el compositor”, decía siempre que le presentaban a alguien, por si erróneamente cargaba el acento en la segunda sílaba. Frank era un reputado exdirector de una generación más antigua al que habían despedido sin miramientos de su empleo anterior mientras estaba en Corea. Al final, la madre de Vanderpoel se opuso a que se vinculara su impecable apellido con el de un judío, y Heyden, de todos modos, tampoco quería trabajar de nueve a cinco, con lo cual solo quedaron Homer y Frank: Stern y Purcell. O Purcell y Stern, como Frank había insistido, con bastante sensatez, Abrieron el negocio y esperaron a ver qué pasaba.
Finalmente pasó algo. La empresa novata fue tirando durante una temporada con ocasionales éxitos de ventas comerciales: libros de referencia sobre nutrición, los discursos completos de diversos gobernadores y secretarios de Estado —recuerden, corrían los cincuenta— y, de vez en cuando, una novela extranjera de tono elevado, recomendada por uno u otro de los scouts europeos de Homer, camaradas de su época militar que ahora, musitaban algunos sotto voce, trabajaban como agentes secretos de la CIA. Pero la editorial no cuajó hasta que Homer, a mediados de los años sesenta, convenció a Georges Savoy, un emigrado francés con una auténtica sensibilidad para las letras y una escudería bien provista, adquirida durante una carrera productiva pero turbulenta en Owl House, de que fuera a trabajar con ellos. Muy pronto, gracias a la alquímica fusión del gusto de Georges y de sus contactos con la habilidad comercial de Homer —por no mencionar la aportación de una serie de jóvenes empleados que se deslomaban trabajando doce o catorce horas al día por un sueldo bajísimo y por el privilegio de estar vinculados con la “grandeza”—, P&S se convirtió en un competidor considerable en la edición literaria, una especie de cohete de la originalidad. […]
Así pues, con una sorprendente rapidez, P&S se convirtió en una leyenda en los círculos editoriales. Y entonces empezaron los problemas entre Homer y Sterling Wainwright. P&S pasó a ser considerada la más pequeña, belicosa y “literaria” de las editoriales “importantes”, mientras que la Impetus Editions de Wainwright, a pesar de todo su impacto cultural y su influencia (para ser justos, Sterling le llevaba medio lustro de ventaja a Homer), era considerada la más grande y la más apreciada de las editoriales pequeñas, un mundo totalmente distinto. Y aunque Homer era tacaño con los anticipos a los autores, Impetus les pagaba aún menos, mucho menos. Aun así, había una coincidencia notable, y cuando el joven y gallito escritor judío Byron Hummock abandonó Impetus para entrar en P&S, tras la publicación de su premiado volumen de cuentos “All Around Sheboygan”, se declararon la guerra que nunca terminaría.
Wainwright, un wasp activo del gremio, oriundo de Ohio, cuya herencia (cojinetes) era diez veces mayor que la de Stern, consideraba a Homer un grosero y maleducado advenedizo y oportunista, no un hombre de palabra: la clásica defensa de quien ha sido derrotado en la lucha sin cuartel de los negocios. Homer se burlaba de Sterling diciendo que era un playboy que satisfacía sus pretensiones literarias sin ninguna visión práctica ni sentido común. Lo cual, puestos a pensarlo, era bastante cómico, teniendo en cuenta los orígenes de Homer. No, los problemas no eran lo que separaba a ambos; era lo mucho que se parecían. Los dos eran niños mimados, guapos, donjuanes y con olfato para escritores. Se podría haber pensado que estaban hechos para ser amigos, pero hubiera sido un craso error. Se detestaban cordialmente y disfrutaban haciéndolo.
Algo que tenían en común era su obsesión por la poesía y la persona de Ida Perkins, posiblemente la poeta norteamericana de su época. Para ambos personificaba la excelencia literaria, y no digamos femenina. Sterling, por supuesto, adoraba, reverenciaba y publicaba a su prima Ida; pero Homer tenía su propia relación con ella.
SOBRE EL AUTOR
Jonathan Galassi (Seattle, Estados Unidos, 1949) Editor, poeta y traductor. Inició su carrera en la casa Houghton Mifflin, luego trabajó en Random House y, desde 1985, es presidente de Farrar, Straus y Giroux, una de las ocho mayores editoriales de la ciudad de Nueva York. Ha publicado tres poemarios —“Left-Handed”, “North Street” y “Morning Run”— y traducido la obra de los italianos Giacomo Leopardi y Eugenio Montale; además, en 1989 fue premiado con la Beca Guggenheim. Musa es su primera novela, y en ella narra las pasiones y conflictos del mundo editorial neoyorquino de la década del 50.
Sobre el libro
Título: MusaAutor: Jonathan GalassiEditorial: AnagramaPáginas: 240Precio: S/ 78,00