Margarita insiste en dormir con Ernesto en el taller. Él no puede arriesgarse, argumenta. ¿Quién lo ayudará si cae entre formones, esquirlas y aserrín? Ella lo acompañará con muchísimo gusto. No tiene obligaciones, nadie la necesita. (Tener quien la necesite es un lujo, una maravilla). Sin acatar objeciones la muchacha se dispone a la tarea. Lleva su mochila, sus chinelas, su cepillo de dientes. Tararea mientras acomoda sus cosas sin permitirse dudar de lo que se ha propuesto, segura de que la motivan sentimientos nobles, imaginándose ángel guardián y por lo tanto actuando con aplomo, dueña de sí y del entorno. Ernesto la mira desde la cama. La ve disponerlo todo y recuerda cuando él era niño y oía hablar de la amenaza de que la 82 División Aerotransportada de Estados Unidos desembarcara en Nicaragua para liquidar la revolución sandinista. Margarita carece de blindados y poder de fuego, pero él se siente amedrentado ante esa invasión sin remedio de la soberanía que hasta ahora ha ejercido sobre su país de troncos y aserrín. La dejará que se quede esa noche pero mañana, no bien recupere el manejo del terreno y ensaye sus movimientos, le pedirá que se vaya. Aunque agradece que ella esté allí, le incomoda. Se le hace difícil pasar de la broma fácil a la intimidad. En la cama, se parapeta tras un libro, El conde de Montecristo y su cueva de los tesoros. Pero Margarita es una mujer nicaragüense. Las mujeres en Nicaragua no en balde han vivido lo que han vivido y escuchado las peroratas feministas más adelantadas de América Latina. Tras prepararle la cena y lavar los platos, Margarita entra al baño, se cambia, sale con camiseta y pantalones cortos y se mete a su lado bajo las sábanas. Dormí que estoy aquí, le dice. Si necesitás algo me tocás. Ernesto siente su calor. Oye su respiración. Presiente su cuerpo delgado, pero aunque lo intentara no podría hacer nada. No puede mover el brazo derecho y el izquierdo yace tenso a su costado. Es rehén de sus dolores. Margarita se merecería mejor suerte, piensa. Si al menos pudiera acunarla, cercarla con el brazo y no pedir nada a cambio. Pero le duele la pierna, el costado, el brazo derecho atravesado por las clavijas. Al fin se duerme y sueña. Sueña que es Emma la que yace a su lado. Está dormida boca abajo y él puede ver la marca del bañador: la piel pálida que contrasta con lo tostado de los hombros y las piernas. Emma despierta, toca las clavijas, las saca una a una de su brazo, las heridas se cierran como por encanto. Ella lo besa. Él extiende la mano derecha, toma uno de los pies de ella, lame el dedo pulgar, lo introduce todo en su boca, lo succiona como un bombón. Se escucha de pronto un portazo. El sueño erótico termina con un sobresalto. Ernesto despierta en la oscuridad. Pone su mano izquierda sobre la frente. Se increpa mentalmente: ¿Qué estás pensando? ¿Te volviste loco? ¡Alto!, ¡alto! ¿Estás bien? pregunta Margarita alzándose sobre los codos, soñolienta.. Tuve una pesadilla, dice él. No es nada, no te preocupés. En casa de Emma es ella la que yace en la cama con los ojos abiertos mientras Fernando duerme. Lo mira con la boca entreabierta, escucha el ruido gutural que no llega a ser ronquido, subiendo y bajando. Esa tarde ha conversado con Nora. Le ha preguntado si a ella le sigue llegando la regla. —Hace dos años que no tengo regla. Cuando la tenía no sabe los dolores de vientre que sufría. ¿Se acuerda de que yo le decía que tenía migraña? La realidad era que me dolía el vientre. Me dolía todo. Yo tengo que decirle que estoy mucho mejor sin eso. Emma recuerda cuando Nora llegó a trabajar de niñera de Elena. Era una mujer pequeña, bien formada, enérgica, con un pelo rizado abundante y unos enormes ojos oscuros. Habría tenido alrededor de treinta años. En ese tiempo, Nora estaba enamorada. Se contoneaba al andar y hacía alarde de un agudo sentido del humor. Era una persona alegre. De unos años para acá había empezado a deteriorarse. Elena aseguraba que, desde que la dejara el novio, se había vuelto fanática de una secta religiosa que si no prohibía las sonrisas, poco le faltaba. Prohibían el baile. Nora se los había contado. ¡Absurdo!, había dicho Emma, ¿cómo podía alguna religión prohibir el baile, tan sano para el cuerpo y el espíritu? Nora le recitó pasajes de su libro de oraciones. Era someterse a la tentación, peligroso, le dijo con expresión contundente. A una velocidad pasmosa, Nora se hundió en una política de austeridad y dedicación a los rezos, censurándolos calladamente por la carencia de Dios en sus vidas. Pero los quería. Era indudable. Sin embargo se había convertido en una especie de tía refunfuñona y mal encarada, la tía que aunque a veces le amargara a uno el día se toleraba por tanto amor acumulado en los años de servicio. ¿Sería la menopausia la que la transformó?, se pregunta Emma. ¿No se habían equivocado al pensar que el mal genio se debía a los rezos y los cultos? ¿Cuántas personas no se refugiaban en Dios cuando empezaban a perder el apego a lo terrenal, a desconfiar de sus ilusiones, o a sentir que ya no tenían emociones que experimentar? Ninguna de sus amigas hablaba mucho de la menopausia. Recordó a través de los años las infatigables noches o tardes en que se reunían para hablar y compartir intimidades. Entre ellas no hubo secretos cuando se trató de narrar orgasmos, vibradores, lo que sentían o no con los maridos o los novios, los destrozos genitales de los partos, las operaciones para apretarse la vagina o lo ejercicios Kegel para mantener el tono muscular. Sin embargo, la vez que la mayor de ellas, Teresa, contó que le habían aparecido canas en el vello púbico y les describió las operaciones que se hacían en Estados Unidos y otros lugares para devolverle la juventud y carnosidad a los labios menores y mayores del sexo femenino, se hizo un silencio incómodo en la sala. Ninguna rio o aportó detalles personales. Más bien se mostraron asombradas de que hubiese mujeres que se sometieran a esos extraños procedimientos y afirmaron que cuando les llegara el turno tomarían hormonas para que nada de eso les sucediera, qué horror. Emma piensa en Ernesto y el cúmulo de nuevas sensaciones que le provoca. Cosquillas, euforia, descargas y relámpagos en sus partes más íntimas. No puede dejar de preguntarse qué música brotaría de ella en sus manos.
Novela: El intenso calor de la lunaAutora: Gioconda BelliEdición: Seix BarralPáginas: 320Precio: S/ 59.00
Vida y obra: Gioconda Belli (Managua, Nicaragua, 1948)Además de ser una de las poetas y narradoras contemporáneas más importantes de Latinoamérica, Belli fue también una comprometida activista política. En las décadas del setenta y el ochenta, integró las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), una organización clandestina que se oponía al régimen del dictador Anastasio Somoza. En esa misma época aparecieron sus primeros poemarios “Sobre la grama” (1972) y “Línea de fuego” (1978), y su primera novela “La mujer habitada” (1988).