Recuerdo que fue en la última fiesta de la piscina que conocí a los papás de Camila y a Camila. Conocí a Camila y la envidié porque tenía zapatos de tacón y se veía más alta que yo y parecía una señorita y yo solo era la niña. Pero cuando nos pusimos los vestidos de baño ambas nos vimos iguales y no le sentí envidia y nadamos, a pesar de que vi que se había pintado las uñas de los pies y yo ni siquiera tenía pintadas las de mis manos. Además, su vestido de baño era de dos piezas, el mío entero, cerrado: nadie me vio el ombligo, a ella sí: un punto oscuro como el mío. Para no ahogarnos usamos unos cisnes enormes, de icopor, que mamá mandó comprar expresamente para la visita de Camila. No nadábamos. Flotábamos. O sí. Sí nadábamos. Y recuerdo que al principio no estaban papá ni el papá de Camila, no llegaban los hombres, era temprano, hervía el sol. Estaban solo varias amigas de mamá, vestidas de rojo, de verde, de blanco, y siguieron llegando otras señoras anaranjadas y lilas y terracotas y después de saludar lo único que hacían era hablar de mí y de Camila y nos comparaban como si no tuvieran otra cosa que hacer en la vida. Decían: Camila es rubia, sí, pero Juliana es una trigueña encantadora. Los ojos verdes de Camila son un sueño, sí, pero los ojos tan negros de Juliana matarán más de un corazón. Decían eso y mucho más y yo sentía un gran terror porque no me gusta que me miren o me lleven y me traigan y me digan que desfile. Y no quiero que mis ojos maten corazones. No entiendo cómo los ojos de una niña pueden matar un corazón, sería terrible. ¡Un ojo que mata un corazón!, no entiendo. Tenía miedo porque son muchas las veces que mamá se queda mirándome y me dice Dios, qué vamos a hacer para quitarte esa cara de niño, Juliana, voy a tener que llevarte donde el doctor Parra Sicard. No dijo eso, afortunadamente, y es por eso que hoy le dije lo de un niño, para que no volviera a decírmelo; con un niño de verdad mamá se olvidaría seguramente de mirarme. Las señoras empezaron a olvidarse de nosotras. Unas hablaban de sus maridos próximos a llegar, otras charlaban de perros y oímos que una aseguraba que dormía con cuatro perros a la vez, dos a cada lado, y mientras juraba que aquello era completamente cierto había otra quejándose de su marido que no le permitía andar desnuda dentro de la casa y que por eso iba a divorciarse, y otra añadía que iba a pintarse de verde, exactamente toda y en todos los pelos, decía, uno por uno, íntegra, a ver si su marido la veía dos veces por año, y no la dejaron terminar porque según mamá estábamos nosotras, Camila y Juliana. Pero muy pronto nos ignoraron, a medida que mamá ordenaba que se sirviera más whisky, y más, y más: eran sus botellas predilectas, las botellas amarillas de mamá. Y las muchachas de servicio iban como abejas de un lado a otro llevando pasabocas y copas de vino y champaña, y en una de esas Camila pidió tranquilamente un vaso de vodka en jugo de naranja y se lo bebió. Tuve que admirarla: no hizo un solo gesto, no pestañeó. Yo solo tomo jugo de guayaba.
Vida & obraEvelio Rosero (Bogotá, 1958)Es uno de los más importantes escritores contemporáneos. Su producción abarca poesía, cuento, narrativa infantil, ensayo y novela, donde aborda temas de la realidad social y política de su país. Es autor de“ Primera vez”, trilogía compuesta por “Mateo solo” (1984), “Juliana los mira” (1987) y “El incendiado” (1988); además de las novelas “Los ejércitos” (2006) —Premio Tusquets 2006— y “La carroza de Bolívar” (2012) —Premio Nacional de Literatura 2014. El 27 de noviembre, a las 18:00, Rosero presentará “Juliana los mira” en la Feria del Libro Ricardo Palma (parque Salazar).