Aquella tarde de primavera, luminosa y asfixiante, mi equipo de fútbol perdía por dos goles, y ambos habían sido culpa mía. Durante la madrugada había chateado con mi hermana Lupe, que vive en Seattle, confirmando las peores sospechas: a nuestra madre, mi vieja, como la he llamado siempre con cariño al nombrarla frente a amigos y extraños, no le quedaba mucho tiempo. El cáncer estaba generalizado. Y generalizado significaba que se había extendido a otros órganos del cuerpo, lo que se llama metástasis, sinónimo de fin. Un montón de pensamientos cruzaban por mi cabeza, pero no era capaz de concentrarme en ninguno, se me escapaban como los balones que llegaban a mis pies. Me gobernaba la impotencia de no tener el control, dentro y fuera de la cancha, o donde diablos estuviera, porque en ese momento todo me parecía tan irreal, vaporoso, como si me hubiera quedado atrapado en el entresueño. Tenía la impresión de correr en cámara lenta. Miraba hacia la grada, al banco de suplentes, y repasaba la cantidad de partidos que la voz de mi vieja había resonado feroz, como el grito del hincha que quiere entrar al campo para salvar a su equipo.—¡Vamos, cholo! ¿Había algo que yo pudiera hacer de verdad para salvarla a ella? De pronto, después de varios años viviendo en otro país, me preocupaba que el tiempo no alcanzara para sentarnos a conversar cara a cara, y pedirle perdón por mi indiferencia, por escribirle solo cuando necesitaba dinero u otro favor, decirle lo importante que había sido su apoyo a mi vocación de escritor, admitir que cada vez que pensaba rendirme recordaba la fortaleza que tuvo para mantener unida a nuestra familia, confesarle que esos cortes en el brazo me los hice yo mismo una noche de tantas en la que perdí la cabeza y que al regresar a la realidad lo primero que pensé fue cómo ocultaría mi traición a sus enseñanzas. ¿Por qué siempre intentaré arreglar las cosas cuando ya no hay oportunidad? Si quieres saber de mi vida/ Vete a mirar al mar. Lo escribió el poeta peruano Martín Adán y son los versos que me repetía al preguntarme qué hacía en esta ciudad sin mar, lejos de mi familia. Llevaba una temporada personal muy irregular y, como en otras ocasiones, pronosticaba larguísimos fines de semana en casa sin hacer nada. Porque cuando me atrapa la tristeza me vuelvo un inútil. Y la tristeza era una ola de diez metros que me sepultaba cada noche desde que mi vieja enfermara. A mi vieja también la sepultaba la tristeza cuando descubría mis mentiras y tenía que dar la cara en el colegio por mis malas notas o alguna pelea. “No hay nada oculto bajo el sol”. Era una de sus frases aleccionadoras. Ella esperaba que le contara todo, lo bueno y lo malo, como cuando era un niño y le confesé en la piscina del club Chama que me gustaban dos hermanas pero no me decidía por ninguna. Me imagino que a una madre le gustaría que sus hijos nadaran siempre en un cauce de inocencia y sinceridad, pero al llegar a la adolescencia elegí ese otro río turbio y rebelde del que ella siempre trató de advertirme. En ese río se ahogaban los fumones del barrio que zanganeaban el día entero. Su base de operaciones era la cancha de fulbito al lado de la parroquia. Yo los conocía de vista y con alguno había peloteado. En mi familia había una fijación extrema con la droga que yo no llegaba a comprender de qué pasado nacía. Mi vieja había sido desde pequeña un ejemplo de sensatez y disciplina, una adicta al orden. Cuando contaba sus anécdotas de juventud, donde todo sucedía a una velocidad prudente, yo detectaba una intención adoctrinadora, y eso me sublevaba. Para mí, había que vivir pisando el acelerador. No quería parecerme a ella. Por las noches soñaba con construir mi propia leyenda, a golpes si era posible. A los catorce años, harto de escuchar a un par de matones de mi clase pavonearse por haber perdido la virginidad, contraté a dos prostitutas con ellos. Faltamos al colegio y en el departamento del padre del matón más pequeño, entre humo de cigarro y vino rancio, tuve sexo por primera vez. Al enterarse, mi vieja se sentó en mi cama y me preguntó, aguantando la desesperación, por qué me dejaba influenciar, qué apuro tenía en crecer. Como siempre, callé. Y seguiría callando, dejándome llevar por la corriente salvaje de ese río al que me había tirado de cabeza.
Título: Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madreAutor: Sergio GalarzaEditorial: EstruendomudoPáginas: 192Precio: S/30.00
Vida & obraSergio Galarza (Lima, 1976)Es autor, entre otros, de cuatro libros de relatos; de “Trilogía Madrileña”, compuesta por las novelas Paseador de perros (2009) —ganadora del Premio Nuevo Talento FNAC—, JFK (2012) y La librería quemada (2014); y de la novela Algunas formas de decir adiós (2014) —Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz.
“Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre” será presentada el 3 de marzo a las 19:30, en la librería Sur, por los escritores Enrique Planas y Beto Ortiz.