Recibí la invitación de una editorial para asistir a la presentación de un libro de ensayos sobre el neobarroco en la poesía latinoamericana. El evento se iniciaría con la lectura de un poema musical dedicado a Kurt Cobain. Qué oportuno, pensé, con la evocación del héroe legendario se atraería a las bandas de rock y se animaría el ritual, que de otra forma quedaría bastante alicaído, por cierto. En dichos eventos, que gozaban de una fama decadente muy merecida, solo participaban los amigos y los parientes del autor o la autora. Hacía tiempo que yo me había prohibido ir a los recitales de poesía elíptica. Su pureza e incontaminación persiguen a toda costa la abstracción y la pesadumbre como un dispositivo frente al melodrama y el grotesco garabato de la ciudad. El bar quedaba en un sótano decorado como un baño del Imperio romano, con nichos en las paredes, pinturas de cazadores de pantera y piso de hormigón. Cuando llegué tocaban jazz y en el local —casi lleno— había jóvenes con pinta de estudiantes de Letras sentados alrededor de unas mesas diminutas, aunque también alguna que otra señora elegante de mediana edad, amante de la lectura. Me ubiqué en una mesa para dos personas y puse mi cartera en la otra silla como para guardar sitio, pese a que no me había citado con nadie. Ni bien me acomodé se me acercó sonriente una chica con un libro mío y un lapicero y me pidió un autógrafo. La muy fresca hizo a un lado mi cartera sin pedir permiso y se encaramó sobre la mesa para explicarme el tenor de la dedicatoria que quería para su mamá, asidua concurrente a mis presentaciones literarias; en cambio ella estudiaba Electrónica y amaba la música de Cobain, razón por la que había “venido a este antro”, pues no tenía ni idea del libro que se iba a presentar. El término neobarroco le sonaba gracioso, paja. Una vez firmado el libro se fue como vino, sin despedirse. Volví a quedarme sola, situación bochornosa en ese preciso momento en que iba llegando más gente, lo que me obligaría a ceder la otra silla; la gente provenía del submundo del arte, es decir de una dimensión ajena tanto a la economía de mercado como al mercado de abastos. Se notaba por la ropa, los típicos dreads, la actitud desafiante, con el libro de la noche entre las manos, cual escudo de armas. La chica regresó con una mujer de mi edad que me presentó como su madre y la chantó en el asiento que yo había estado guardando para nadie. Tomé mi cartera y le lancé una sonrisa misteriosa de esas que no dan cabida al diálogo. Por suerte apagaron las luces, el jazz dejó de sonar y en el estrado un pozo de luz blanca saltarina empezó a perseguir a una muchacha pequeñita, casi una niña o una enana adolescente, sin zapatos, con un maquillaje lunar. Los versos salían a borbotones de su garganta, ríspidos, cortantes, y al final de cada estrofa se oía un golpe seco que provenía de la oscuridad, como el del martillo en una subasta; la ninfa, o el duende, se arrebujó en el pozo de luz y volvió a la carga. El manierismo se lucía más en el estilo de recitar que en el contenido de los versos. Mi admiradora me susurró el nombre de la poeta, era la misma ninfa que ahora se retorcía en una carcajada muda ante el público. La performance, me dijo mi fan, es lo último en los recitales, yo siempre vengo y arrastro a mi hija, que debe estar hecha un pichín porque no empezaron con el tal Cobain, nos aseguraron una primicia y ya ve, francamente… Le volví a sonreír del mismo modo para que se callara, sumándome a los discretos aplausos del público. La ninfa de la luna se había esfumado. Por la dirección de las miradas de la gente debía estar ahogada entre un grupo de fanáticos, en una de las mesas cerca de la barra. Dos jóvenes altos y blancos de cabellos largos y lacios informaron que la pieza de Cobain la pasarían después de la presentación del libro. De inmediato colocaron cuatro sillas y una mesa larga sobre el entarimado. Allí se sentaron dos de los tres ponentes anunciados y la autora, una profesora venezolana de formación lacaniana, según la gacetilla que nos repartieron. Iba con un traje negro entallado más largo en la parte de atrás, hasta casi rozar los tobillos; por delante se podían ver sus piernas desnudas hasta un par de centímetros arriba de sus rodillas. Los otros ponentes, profesores de literatura y críticos literarios, mostraron la pose del investigador en asuntos reservados: la mirada lánguida, indiferente ante el público y complicidad entre ellos. Al parecer el tercer ponente les había fallado porque una chica dio un brinco deportivo al estrado y retiró el cartelito con sus créditos. Intuí por los gestos de mi persistente admiradora y por el vector que orientaba su rostro que estaba próxima a una confesión íntima y me deslicé hacia la salida, abandonándola en las alturas culturales, no sin antes dedicarle otra sonrisa filosófica. No necesitaba más barroco que el que me esperaba en la calle. Título:Monólogos de LimaAutor: Carmen OlléEditorial: PeisaPáginas: 182Precio: S/.45.00Vida & obraCarmen Ollé (Lima, 1947)Poeta y narradora de la generación del 70. Fue integrante de Hora Zero, un movimiento poético de corte vanguardista liderado por Jorge Pimentel. Es autora de los poemarios “Noches de adrenalina” (1981) y“Todo orgullo humea la noche”(1988); y de los relatos y novelas “¿Por qué hacen tanto ruido?” (1992), “Las dos caras del deseo”(1994), “Pista falsa” (1994), “Una muchacha bajo su paraguas” (2002) y “Retrato de mujer sin familia ante una copa” (2007).
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