La gringa quería herir a segundo, pero los contornos del arma que buscaba terminaron por difuminarse. Ofuscada por la ansiedad, no consiguió darle consistencia a la palabra que se gestaba en el fondo de su garganta. “Cobarde”, atinó a murmurar, por fin, desencantada y se giró. Segundo volvió a la realidad al notar que un hilo de luz plateada había dejado de ser perceptible. La escuchó gruñir y rebuscar entre los cerros de objetos que acumulaba en sus cajones y no pudo volver a abstraerse. Como último recurso ensayó identificar sonidos y alcanzó a reconocer los siguientes: casetes viejos, plantas secas, bolsas blancas, bolsas negras, platos, cubiertos, tornillos oxidados, bisutería rota o sin correspondencia, revistas, cartas de póker, crucifijos, cuadernos en blanco, recortes de fotos de artistas, vírgenes, atrapasueños, velas usadas, pasadores, agujas, hierbaluisa y palo santo. Era una ilusión lo que le impedía a Segundo salir de allí. “Yo necesito un hombre. ¿No fue eso lo que me prometiste?”, dijo ella justo antes de sentarse a la mesa y engullir los cuatro bombones de chocolate que llevaba en la mano. Los ojos grises de La Gringa se le clavaron en la frente como metralla y, entre las partículas de polvo irradiadas por la luna, las miradas se encontraron. Aunque las recriminaciones e insultos eran los mismos de siempre, para él algo había cambiado. Nada dramático, por el contrario, un matiz en el que creyó percibir impotencia. La paquetera se sintió incómoda. “¡Voy a ensuciarle la puerta!”, gimió. El tenue silbido de una brisa fresca que se colaba entre las rendijas y acariciaba los árboles del acantilado puso un paréntesis. Fue un sonido distante y taciturno que se disipó sin ofrecer resistencia. “¡Escúchame!”. A La Gringa le gustaba la penumbra. Decía que en la oscuridad no entraban las sombras, pero a él ese argumento siempre le había sonado a tortura. Esa noche, sin embargo, el cielo estaba despejado y la luna creciente iluminaba la pequeña habitación. A través de un agujero alto, sin cristales y delineado por trozos de madera carcomida por la humedad, la luz se colaba intensamente. “Eres un cagado, Segundo”, dijo La Gringa y, aunque estaba cansada de repetirse, rumió: “Solo te interesa ponerte duro”. Segundo respiró hondo, estiró los hombros y dijo sin pestañear: “Hay que matarlo”. En el terso resplandor de la habitación, entre la saturación y las respiraciones acompasadas, La Gringa hizo un alto y observó a Segundo fumar. Tenía la misma cara adormilada y apática de siempre. La Gringa supo que no bromeaba por el tono seco de su voz y por la firmeza de sus palabras. “De nada sirve mancharle la puerta, Gringuita. Hay que matarlo para que te deje tranquila y no pueda hacernos ningún daño”. No hubo ninguna muestra de entusiasmo, tan solo la mirada absorta de quien ve pasar un animal salvaje. Se quedó así, como alelada, hasta que una terrible punción le dobló el cuello. Antes de lanzarse a la cama susurró: “Segundo, hay que matar al Brujo”.
NovelaTítulo: “Velas en el acantilado”Autor: Luis Cisneros CabadaEditorial: PeisaPáginas: 178Precio: S/ 39.00
Vida & obraLuis Cisneros CabadaNació en Lima (1973). Entre 1995 y 2001 trabajó como fotógrafo de prensa, camarógrafo y periodista. Velas en el acantilado (2015) es su primera novela. Actualmente radica en Bruselas, Bélgica.