Cuando Blanca Varela fue reconocida con el premio Reina Sofía, el gran poeta español Antonio Gamoneda dijo que sus poemas estaban cargados de “pensamiento poético”. Y es una frase que siempre me llamó la atención porque sonaba a redundancia o a tautología. Ahora creo que Gamoneda se refería al hecho de que hay una poesía que usa (y a veces abusa) del lenguaje mientras que hay otra cuyo lenguaje es algo indesligable del sentido. Dicho de otra manera, el pensamiento poético es aquel que se produce de manera simultánea a la escritura, que no se traduce en escritura y no requiere más artesanía que la que exigen el oficio y el oído. De ahí esa austeridad tan señalada en los poemas de Varela (que este año hubiera cumplido 90). Y también esa pureza. Hay cosas que existen en su poesía que no pueden existir en ningún otro texto, de ninguna otra forma. Haciendo un tosco símil religioso, hay una especie de santísima trinidad en este tipo de experiencia poética: el lenguaje es cuerpo, el pensamiento es espíritu y el poeta es Dios. Pero son uno solo. Esta es, pues, la prueba definitiva de que Blanca Varela es Dios. Podemos dejar de hacernos preguntas.
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Su poema “Vals del ángelus” es una de las reflexiones más inteligentes sobre la condición femenina y su relación con lo masculino. Otra vez, Varela es una poeta que no se anda con rodeos sino que acude a lo esencial. En ese sentido, esa batalla cósmica, esa dualidad tan profundamente humana (y a la vez tan animal, tan mamífera) entre lo hombre y lo mujer queda ligada de manera indeleble al tema de la fecundación, y a la interpretación de esta como un castigo, o mejor dicho, como algo de lo que el hombre se ha apropiado —un poder arrebatado— para deslegitimar el poder creador de la mujer: ”Ve lo que has hecho de mí, la santa más pobre del museo, la de la última sala, junto a las letrinas, la de la herida negra como un ojo bajo el seno izquierdo. […] Tu imagen en el espejo de la feria me habla de una terrible semejanza”. Varela hace suya una voz arcana, profundamente enraizada en lo hembra. Como una Crista que asume su martirio —“Ve lo que has hecho de mí”, “¿Qué más quieres de mí?”— y bebe el cáliz de la amargura, pero que en el último verso, en ese apocalipsis poético, reconoce la paridad esencial con el hombre. Esa terrible semejanza. Esta y otras expresiones de su pensamiento poético —en realidad, podríamos decir que toda su obra— representan, qué duda cabe, un antes y un después en la reflexión de las mujeres peruanas sobre su propia condición. En la compilación de Mariela Dreyfus y Rocío Silva Santisteban “Nadie sabe mis cosas” (2007) una serie de ensayos cuestionan esa liberación paternalista que hace Octavio Paz en el prólogo de “Ese puerto existe”. (No sé si se acuerdan: cuando dice que nada hay menos “femenino” que la poesía de Varela, poesía a la que sin embargo adjetiva de “mujeril”). Supongo que en otra época decir que algo era femenino era limitarlo o encorsetarlo. Creo que ya no. Porque lo femenino solo puede entenderse como algo peyorativo si es una etiqueta impuesta desde fuera, no si es una reivindicación propia de las mujeres. Y es precisamente porque Varela lo intuía así, lo expresaba así, que su obra ha adquirido un carácter icónico para el feminismo y la lucha identitaria en el Perú. Gracias en parte a su figura tutelar es que se han desarrollado otros lenguajes, en otros registros, en otros géneros. Varela nos enfrenta también al vacío posterior, a esa casa vacía posparto, posalumbramiento, posvida. Hay en el poema “Casa de cuervos” otra vez un yo poético que se asume como vehículo, como una especie de espacio transitorio en el que anida la vida de manera temporal para luego abandonarlo: “no es tuya la culpa/ ni mía/ pobre pequeño mío/ del que hice este impecable retrato/ forzando la oscuridad del día […]/ y tú mirándome/ como si no me conocieras/ marchándote/ como se va la luz del mundo/ sin promesas/ y otra vez este prado/ este prado de negro fuego abandonado/ otra vez esta casa vacía/ que es mi cuerpo/ a donde no has de volver”. El cuerpo de la mujer es como un puerto que no solo existe sino que ella le da voz. Es una responsabilidad grande, consciente, lúcida la que asume Varela. Todas esas imágenes de la infancia, todos esos valses que vienen de una estricta línea materna —la madre compositora, la abuela, la bisabuela— se convierten en su pensamiento poético en materia germinal. Y Varela, ese puerto, es la que pare. “Casa de cuervos” es, pues, tanto un alegato de la maternidad y sus consecuencias en el alma, en el cuerpo, como una poética. Es la denuncia de ese paso raudo de lo poético que es alumbrado dejando atrás un “prado de negro fuego abandonado”.
LegadoEn 1996, viajando de Lima a Arequipa, Lorenzo de Szyszlo Varela, hijo de Blanca, murió en un accidente aéreo. Solo tres años después ella escribía en “Concierto animal”: Si me escucharas/ tú muerto y yo muerta de ti/ si me escucharas/ hálito de la rueda/ cencerro de la tempestad/ burbujeo del cieno/ viva insepulta de ti/ con tu oído postrero/ si me escucharas. Aún en medio de esa tempestad, Varela tuvo el coraje de permitirnos asomarnos a ella. Hay aquí una experiencia única: la de ver morir, o ver convertirse en vacío, algo que salió de nosotros. Un barco que se va de nosotras llevándonos, para decirlo en palabras de Pizarnik. Así, la muerte de un hijo es como un segundo parto, porque vuelve a centrarnos el vacío en las entrañas. Y es esa recurrencia del vacío la que toda mujer se esfuerza en llenar. Es lo que hizo Blanca Varela siempre. La suya fue una batalla a muerte contra el silencio pero también contra la estridencia. Había tenido la valentía de levantar la voz de su inteligencia cuando había que inventarse un receptor, un público, un lector. Ella lo inventó. Y tuvo el coraje de apelar a la contención cuando el sentimiento era desaforado. Una contención que probablemente la apartó del caos y, por qué no, de la locura. La poesía de Blanca Varela es en muchos sentidos un martirologio pero también una resurrección. Los distintos yo de su poesía pueden ser víctimas temporales pero siempre terminan moldeando la realidad a su paso, incluso a los verdugos —el tiempo, el deterioro, el hombre—, porque al nombrarlos se hace poseedora de ellos, los domina. Tal vez ese sea su gran legado para nosotras, la idea de que las mujeres de este país podíamos nombrar a nuestros captores. Y al nombrarlos nos apropiamos de sus armas, desactivamos sus golpes, atenuamos su paso. Por eso cuando logramos algo, cuando hay un pequeño triunfo común, cuando creemos que hemos llegado a la liberación, conviene recordar este recordatorio: “digamos que ganaste la carrera y el premio era otra carrera”. Digamos, pues, que hemos ganado la carrera, digamos que seguimos en carrera.
[Gabriela Wiener (Lima, 1975) es cronista y escritora. Ha publicado, entre otros, “Sexografías”, “Llamada perdida” y “Ejercicios para el endurecimiento del espíritu”]