AURELIO MIRÓ QUESADA SOSA (1907-1998)*
*Intelectual y periodista
A pesar de los terremotos, Lima llegó al siglo XVIII como una ciudad rica, de bastante nutrida concentración de pobladores, y de prestigio artístico por sus casas y templos. El censo de 1700 daba una población de 37.259 habitantes; pero, fuera de haber sido imperfecto y no incluir todas las clases populares, la tendencia al aumento era evidente, y se revelaba en el lento pero efectivo crecimiento del área de la ciudad. El centro de Lima, sin embargo, era siempre la Plaza Mayor o Plaza de Armas […]
Lo curioso es que al cabo de un siglo volvieron a aparecer –y ahora quizá con mayor fuerza– los aspectos moriscos que dieron tan peculiares caracteres a las construcciones religiosas y civiles de Lima. En la primera mitad del siglo XVIII se acrecentó el gusto por las celosías, por los balcones tallados, por los alizares y alicatados de azulejos, por las cancelas torneadas en los zaguanes y las revestidas albercas en los jardines. El más hermoso ejemplo de ello es el moruno palacio de Torre Tagle, la más artística y galana edificación civil del Virreinato, en que culmina el lindo juego –de raíz árabe pero con finos matices limeñísimos– entre la madera tallada y oscura, los pisos de ladrillo y los azulejos decorados que crecen como plantas sobre las paredes enlucidas y lisas.
“Es la ciudad más célebre, más grande y más magnífica de todo el Perú”, decía de Lima, al comenzar el siglo, el viajero francés Le Sieur Bachelier […]La ascensión de los Borbones al trono de España hizo además que Lima, por una natural imitación, se fuera también afrancesando […]Todos aquellos ingenios, por otra parte, a pesar de haberse afrancesado o extranjerizado en demasía, sentían en el alma los halagos de Lima. Don Pedro de Peralta, por ejemplo, la elogia con nobleza en las octavas opulentas de su “Lima fundada”.
Este era el anverso agradable de la ciudad. Pero al otro lado del lujo y del boato, de la complacencia y del halago, había también en la Lima de entonces miseria, dificultades y penurias. Los viajeros que llegaron a ella, y que describieron sus visitas en todo el curso del siglo XVIII, se asombraban de la extraordinaria cantidad de mendigos, y junto a sus elogios de la gracia de Lima deslizaban reproches por la ligereza o la despreocupación de las costumbres, el insustancial afán por el derroche, el gusto mundano o aun la relajación de los conventos, las intrigas por la compra de títulos, aumentadas con el correr del siglo por el acceso a los puestos más altos de una clase recientemente enriquecida. La multiplicidad de esclavos traía, de otro lado, como consecuencia inevitable, holgazanería, molicie y licencia. El gusto por una vida fácil hacía que –salvo valiosas excepciones– lo más accesible y lo más grato fueran los simples chispazos de ingenio, sin una honda preocupación por el común quehacer o el vital discurrir.
La inconsistencia de tan exagerado lujo era más grave porque la situación económica de Lima no se hallaba de acuerdo con una prodigalidad tan ostentosa […]