Si no se cuenta el celebérrimo Salvatori mundi, de Leonardo da Vinci, vendido en una subasta en 2017 por más de 380 millones de euros, el cuadro más caro del mundo ha sido Interchange, del pintor holandés-americano Willem de Kooning, que en 2016 fue adquirido por el magnate Kenneth Griffin por la friolera de 255 millones, quien en esa misma operación, por otros 200 millones, se hizo de Number 17A, de Jackson Pollock. Para los amantes del arte, esa compra felizmente no se compara con los precios de famosos futbolistas como Mbappé o Messi (185 y 90 m., respectivamente). A causa de la crisis económica mundial ocasionada por la pandemia, precios alucinantes como esos tal vez no se repetirán cuando, a partir del 15 de setiembre el Museo de L’Orangerie abra sus puertas, seguro de que el público se asombrará y deleitará con obras de Willem De Kooning, uno de los máximos representantes del expresionismo abstracto, al lado de Chaim Soutine (1893-1943), pintor bielorruso de la escuela de París, precursor de ese expresionismo, a quien De Kooning siempre admiraba y de cuyos cuadros, todos sin excepción, lo sacaban del quicio.
Tanto Soutine como De Kooning (Rotterdam, 1904-Nueva York, 1997) tenían mucho en común, en particular su conexión directa con Vermeer y la escuela holandesa, si bien en un determinado momento aquel abandonó temporalmente la manera de los expresionistas alemanes para adoptar el delicado figurativismo de su gran amigo Modigliani, y este siguió un tiempo los lineamientos puristas de Piët Mondrian y Theo Van Doesburg, de los que poco después apostató. Pero ninguno de los dos renunció a los violentos y desesperados trazos de su venerado y atormentado Vincent Van Gogh.
A De Kooning se le conoce como el maestro moderno de la luz (el otro, claro, es Rembrandt). A él le gustaba imaginar su propio nacimiento en su natal Rotterdam como un momento feliz y traumático al mismo tiempo, pues en ese instante habría sentido que la luz así como lo recibía con gentileza entre sus brazos, también lo estrujaba fuertemente hasta casi perder la vida. Sin embargo, le enorgullecía haber visto la misma luz que viera su paisano Erasmo de Rotterdam, y constatar a diario que el mar, el cielo y la tierra se confundían en una única instancia con indecible fruición.
Solo que la experiencia de la luz fue especialmente marcante para él, ya que si bien esplendente no por ello dejó de significarle dolor en la vida real. Lo bello siempre ha sido el comienzo de lo terrible, como decía Rilke. Y De Kooning lo sabía. Durante años trató en vano de entender el misterio del color, y el gozo y la pena que este produce. Habiéndose trasladado de polizonte a Nueva York cuando muy joven, se la pasó también desesperándose, sin saberlo, en búsqueda de una plausible explicación de la vida a secas, de lo que está ahí, del aire fresco o contaminado que uno inhala, al tiempo que el amor o la sangre de la muerte establecen el ritmo del acontecer cotidiano. El muchacho Willem intuía que así como la existencia no era fábula ni maquinación, sino praxis de la emoción y desarrollo del pensamiento, del mismo modo el color es una pasión que perdura, que contenta pero también desespera. De allí la contienda entre el artista y el cuadro, los agresivos y vigorosos trazos sobre un espacio incólume de un pincel blandido con urgencia, fuerza y no poco entusiasmo. Es la lucha con la forma escandida por la percepción del creador en sí mismo reconcentrado, pero siempre dispuesto a captar los efluvios provenientes del exterior. Por eso para De Kooning “las formas deben tener la emoción de una experiencia concreta.” Pensando en esas palabras, Roy Lichtenstein decía que la obra de De Kooning “por muchas razones, su obra estaba en el centro mismo de la pintura viva, y era exactamente lo que la pintura debía ser.”
Allende la perfección
En cuanto a su abstraccionismo —que deriva de Picasso y Braque, aunque prefería deberse al impresionismo de Manet—, él asumía una postura radical. Muchos pintan una figura porque sienten que así debe ser, porque desde que ellos mismos son seres humanos, creen que debe hacer otros: simples sustitutos. De Kooning no era de la misma opinión, pues sus intereses iban por otro lado. Pensaba que era absurdo hacerlo. Pero en el momento en que uno asumía tal actitud, resultaba también tonto no terminar de hacerlo.
Tampoco le interesaba lograr lo que se llama una “buena pintura” o un “cuadro perfecto”. Su mirada iba más allá del fácil éxito y del cómodo y conformista engreimiento: “Yo no trabajo buscando la perfección, sino para ver hasta dónde puedo llegar, pero no con la idea de realmente hacerlo. Con ansiedad o dedicación hasta el espanto, o bien con éxtasis, como en la Divina Comedia; ser como un actor: ver cuánto tiempo puedes quedarte en la escena con esa audiencia imaginaria.”
Lo atraía, asimismo, y de manera irresistible, aquello que se erguía como lo Ininteligible y lo Desconocido, aquello que aparece delante de nuestras fatigadas retinas, dulce e inquietantemente, y que por desgracia nunca llegamos a aprehender. “¡Oh, Rosa, pura contradicción! Voluptuosidad de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”, reza el epitafio del ya mencionado Rilke, y que De Kooning, más rudamente, podría contrapuntear diciendo: “Lo que me fascina es hacer y poseer algo de lo que nunca puedo estar seguro y ningún otro. Nunca lo sabré, pero ningún otro tampoco.” Tal vez por eso, la académica Agnes Martin declaraba: “Fue en uno de sus cuadros en donde reconocí por vez primera el espacio indefinido.”
Pintura, ¿problema o posibilidad?
El tema de toda su pintura es la realidad, y punto. Incluso sus aspectos triviales son parte y parcela de nuestra vida y De Kooning no los evadía. Su experiencia no sabía de jerarquías y desarrollaba su arte en todos los niveles de la conciencia, es decir, impresiones visuales, imágenes luminosas de la memoria, postura, introspecciones. No había estudios preparatorios ni planeamiento programático de sus pinturas. Durante todo el tiempo que trabajaba, el cuadro estaba abierto a cualquier idea nueva que lo pudiera invadir, de la misma manera como él permanecía receptivo a todas las posibilidades del organismo de color, luz y forma que lo confrontaba. Así, a la postre la obra terminaba siendo algo muy diferente a lo que originalmente se había pensado. Lo que demuestra que sus cuadros mantienen una gran carga emotiva, sin estar reñidos con una notable autodisciplina: el acto de pintar era breve y vehemente, mientras que él dedicaba largo tiempo a la observación y contemplación críticas, acosado por las dudas, hasta llegar por último a una decisión y a hacerse uno con la pintura.
De Kooning pintaba como hablaba; abrupta y rápidamente, desde ángulos inesperados, de manera aguda y perspicaz, con cambios repentinos, simplificando alternadamente su propio tema. Más tarde sigue un prolongado silencio. Si bien con harto pathos, su pintura no era una explosión de emociones; él las forzaba subyugándolas a su disciplina intelectual. Este es un margen extremadamente estrecho en donde pasión e intelecto logran un lábil equilibrio, muy fácil de perder, un margen tanto más estrecho en la medida en que la emoción se hace más intensa. Así, pues, el acto de pintar se vuelve modo de vida en términos de razón y sentimiento; no hay nada más. Por algo, Joel Shapiro complementaba ello con estas palabras: “Uno siente que no hay distancia entre su pensamiento y su expresión. Su obra es intransigente y verdadera. La suya es probablemente nuestra más alta norma visual.”
La escultura de la desesperación
Muchos artistas, en el pasado y hoy, han sentido alguna vez la imperiosa necesidad de realizar en el espacio tridimensional el aspecto ilusorio de la pintura, el recurso al sorprendente trompe d’oeil o trampantojo; pensar, por ejemplo, en Massaccio, Borrel del Caso o Bansky. De Kooning no es una excepción. En 1969, él hizo su primera escultura. Sus esculturas de bronce poseen todos los rasgos característicos de sus cuadros. Estos han sido metamorfoseados en figuras con furibunda tensión emotiva, no solo por sus poses y gestos, sino por las trémulas y patéticas distorsiones de su anatomía.
Al igual que la energía de sus brochazos -algo que a veces recordaba cuando de inmigrante ilegal se ganaba la vida pintando casas y edificios en Estados Unidos-, así también la energía de su mano creadora se encuentra en la superficie escultórica. Es el nervio mismo de la vida el que las posee, el magma creador, informe pero contundente, desgarrado pero constructor, que brota de las entrañas de un artista que no obstante en sus lienzos ha sometido, aniquilándolos, tanto a la figura humana como la furia indómita del color, en sus bronces, en cambio, este ha pasado a segundo plano, quedando tan solo el hombre, llano, finito, inerme, siempre transido de desesperación sin color. Y, sin embargo, Frank Stella, matizando la muerte de De Kooning, agravada por el Alzheimer, dijo alguna vez: “La pintura, desde el siglo XIX hasta hoy, ha estado amenazando con hacer del pigmento la única fuente de pictorialidad, pero ha tenido que esperar a Willem para encontrar el brochazo justo (amplio, húmedo, firme) y completar el proceso”.
Una visión desesperada, por Willem De Kooning
Mi interés en la desesperación reside solo en que algunas veces me descubro desesperado. Puede ser, por cierto, que en el abstracto el pensamiento o cualquier otra actividad sea algo más bien desesperado. Cuando se da una idea, uno se queda enganchado a ella. No sirve de nada verla o incluso usar como posibilidad. En el Génesis se dice que en el principio era el vacío y que Dios actuó sobre él. Para un artista eso es claro. Es tan misterioso que eso aleja toda duda. Uno está totalmente perdido en el espacio para siempre. Puedes flotar en él, volar en él, suspenderte en él, volar en él, y hoy parece que estremecerse en él es acaso lo mejor o bien que está de moda. La idea de estar integrado con él es una idea desesperada.
En el arte, una idea es tan buena como la otra. Si, por ejemplo, uno toma la idea de estremecerse, de pronto la mayor parte del arte empieza a estremecerse. El Greco empieza a estremecerse. Todos los impresionistas empiezan a estremecerse. Los egipcios están estremeciéndose invisiblemente, lo mismo que Vermeer y Giacometti, y de repente, por el momento, Rafael es lánguido y obsceno; Cézanne siempre estuvo estremeciéndose, pero muy precisamente.
La única certeza hoy en día es que uno debe ser autoconsciente. La idea de orden solo puede venir desde arriba. Orden, para mí, es ser ordenado alrededor y esa es una limitación.
El arte no tiene que ser de cierto modo. En vano preocuparse por estar relacionado con algo con lo que es imposible no estar relacionado. El estilo es un fraude. Yo siempre sentí que los griegos estuvieron escondiéndose detrás de sus columnas.
Fue una idea horrible la de Van Doesburg y Mondrian que quisieron forzar un estilo. La fuerza reaccionaria del poder es la que hace que el estilo y las cosas continúen.
Es imposible averiguar cómo empezó un estilo. Pienso que la idea más burguesa es creer que se puede forjar un estilo de antemano. El deseo de forjarlo es la apología de la ansiedad de uno. Como sea, creo que los innovadores llegan al final de un período. Cézanne dio los toques finales al impresionismo antes de enfrentarse a su “pequeña sensación”. Cualesquiera que sean los sentimientos personales de un artista y tan pronto como este artista llena determinada área de una tela o lo circunscribe, entonces se hace histórico. Él actúa desde o sobre otros artistas.
Un artista es alguien que también hace arte. Él no lo ha inventado. ¿Cómo empezó? ¡Al diablo con ello! Es obvio que no tiene progreso. se le ha dado la idea de espacio para cambiarla, si puede. El tema principal en el abstracto es el espacio. Él lo llena con una actitud. La actitud nunca llega de él solo. Tú estás con un grupo o movimiento simplemente porque no tienes opción.