Por: Hanguk Yun y Saneli CarbajalPrimero fue la casualidad. Luego, el genio. Los rusos Andre Geim y Konstantin Novoselov, investigadores de la Universidad de Manchester, estudiaban las propiedades eléctricas del grafito, material usado comúnmente en las puntas de los lápices de carboncillo. Su propósito era crear la capa de grafito más fina posible y usarla para construir transistores de computadoras. Pero la investigación no prosperaba por lo complejo del grafito.
Era 2004 y la pareja de investigadores casi se había dado por vencida, cuando supieron que en los laboratorios se usaba un método muy particular para limpiar los minerales: pegaban y despegaban cinta adhesiva sobre ellos. A partir de entonces, Geim y Novoselov asistieron cada viernes al ritual de la cinta adhesiva. Una de esas veces, viendo cómo se pulía el grafito, Geim tuvo una idea. En lugar de observar el pedazo de grafito en el microscopio, decidió colocar la cinta adhesiva que iban a tirar a la basura. Así fue como lo vieron: pegoteada en algunas de esas cintas, había monocapas de grafito, es decir, grafeno, un material nunca antes visto.
Por más de 50 años, el grafeno había sido una quimera de la ciencia moderna. Un material con propiedades excepcionales, pero tan inestable que su existencia solo había sido teórica. Su apariencia es la de una tela flexible y diminuta, del tamaño de un átomo de grosor. Es cien veces más fuerte que el acero, flexible y buen conductor de la electricidad y el calor.
Después del descubrimiento, Geim y Novoselov continuaron estudiando las propiedades del material. La más sorprendente de todas, una de las razones por las que recibieron el Premio Nobel de Física en 2010, fue que los electrones en el grafeno se rigen por propiedades cuánticas, lo que posibilitaría nuevas investigaciones en física. Al entregar el premio, el jurado recordó el componente lúdico del descubrimiento. No era para menos, no todos los días se halla una quimera en cintas que iban a parar al tacho de la basura.
—Esa extraña luz—La revelación apareció en la forma de una extraña luz amarillo verdosa. En su laboratorio de la Universidad de Wurzburgo, Alemania, Wilhelm Röntgen se dedicaba a estudiar los rayos catódicos, el término científico usado entonces para denominar a los electrones. Hasta ese momento —noviembre de 1895—, el físico alemán no era precisamente querido en círculos académicos: vivía alejado de las charlas y convenciones, y había quienes objetaban la calidad de sus publicaciones. Pese a ello, Röntgen era tenaz y se pasaba largas jornadas investigando.
El 8 de noviembre, experimentaba con un método que pudiera evitar el escape de la luz violeta que emiten los rayos catódicos. Para ello, usaba unos tubos a los que aplicaba descargas eléctricas. Ya era de noche cuando el físico vio por primera vez, en un cartón que contenía una solución de cristales sensibles, una luz de color distinto. Hizo varias pruebas para comprobar que no había errores. Colocó objetos delante de los tubos, pero la luz continuaba allí. Sea lo que fuera, no se trataba de rayos catódicos. Röntgen lo intuía.
Estos rayos invisibles atravesaban la madera y algunos metales. El físico quiso fotografiarlos, pero sus papeles estaban velados. La luz de los rayos los había impreso. Entonces, Röntgen hizo experimentos con una brújula, el cañón de una escopeta y el gozne de una puerta. Tomó también la primera radiografía del cuerpo humano: la placa de los huesos de la mano de Berta, su esposa, con el anillo de bodas en uno de los dedos. Bautizó a su creación como rayos X, ya que no tenía una idea clara de qué eran.
En 1986, con la publicación de su descubrimiento, Röntgen pasó a la historia. La revolución de la ciencia médica comenzó allí, en la oscuridad de un laboratorio con un físico anónimo que observaba una luz inexplicable. En 1901, cinco años más tarde, recibiría el primer Premio Nobel de Física de la historia.
—Una fotografía del universo—Desde el primer momento en que apuntaron la gigantesca antena al cielo, Arno Penzias y Robert Wilson creyeron que algo andaba mal. Los astrónomos estadounidenses se hallaban en los laboratorios de Bell Labs, Nueva Jersey, usando tecnología de punta para estudiar las ondas de radio provenientes del espacio exterior. Su trabajo consistía en apoyar a la empresa en el desarrollo de satélites de telecomunicación. Pero habían empezado mal.
La temperatura que detectaba su antena era mucho mayor que lo calculado. Penzias y Wilson observaron que este exceso llegaba desde todas partes del espacio exterior, como si su laboratorio estuviese sumergido en un mar de radiación. Una a una, fueron descartando posibles explicaciones al fenómeno, buscando soluciones, pero la radiación continuaba allí. En su desesperación, llegaron a creer que el desperfecto se debía a los desechos de unas palomas que habían anidado en la antena. Por supuesto, no se trataba de eso.
Era 1965 y la comunidad científica no se ponía de acuerdo sobre el origen del universo. Por una parte, los devotos de la teoría estacionaria pensaban que el universo era eterno, mientras que los seguidores del big bang argüían que este era finito. En la Universidad de Princeton, un grupo de físicos que se decantaban por la segunda posibilidad pensó que, de ser finito, debería existir algún tipo de radiación sobreviviente de aquella época. La cuestión era que nadie la había visto.
El fallo de la antena de Penzias y Wilson no era otra cosa que la primera evidencia real de esa radiación. Enterados de la teoría del grupo de Princeton, los astrónomos repensaron sus resultados y publicaron su descubrimiento en la revista Astrophysics Journal. Acto seguido, conmocionaron al mundo. Este hallazgo, conocido hoy como radiación cósmica de fondo, es la evidencia más fuerte de la teoría del big bang. El inicio de la cosmología moderna.
La radiación cósmica de fondo es una fotografía de cuando el universo tenía 300.000 años. Ocurre que la luz de aquel entonces no desapareció, sino que se fue haciendo más débil, hasta volverse casi imperceptible. Esa fotografía fue lo que detectaron Penzias y Wilson cuando ingenuamente creyeron que su experimento había fracasado. En 1978 recibieron el Nobel por haberlo hecho, pero tal vez el mayor honor fue el haber abierto una ventana hacia los primeros instantes del universo.