Un mago aficionado disfruta doblemente de un espectáculo profesional. Como un espectador más, se deja llevar por la convención determinante del espectáculo, la presentación de un embuste honesto: el mago advertidamente le va a hacer ver algo que no está sucediendo. Por añadidura, como aficionado al tema, está al tanto del uso del sigilo para construir esa ilusión. Se percata del empleo de distracciones y adminículos inadvertidos por la mayoría. Es una sensación afín al ánimo del eunuco que abanica una corte de vírgenes. O como ver jugar a Messi. Sabemos lo que hace con un balón. Eso no significa que podamos hacerlo.
El deslumbramiento por la magia se originó a pocos metros de casa. El abuelo de unas vecinas de la calle Dos de Mayo, en San Isidro, era mago aficionado. Todo cumpleaños terminaba con el señor Armenteras desapareciendo pañuelos. Eso equivalía a ver en persona la maravilla desmembrada de la TV, “Las manos mágicas”, microprograma protagonizado por dos manos enguantadas que hacían trucos (1). Luego una vez, en el colegio, durante esas salvadoras visitas extracurriculares que daban respiro al ahogo de las clases, nos reunieron en el gimnasio para una función del mago Sarko. En realidad un vocero publicitario de la fábrica de gelatinas Universal. Todos sus números implicaban el caprichoso uso del postre. El acto cumbre consistía en hacer aparecer gelatina al interior de un huevo crudo. El truco era vender gelatina. Pero la magia quedó. La necesidad de una indagación más honda en lo que había detrás de las ilusiones fue la aparición de Blakamán, un mago con programa propio de TV. Nacido como Enrique Adolfo Carbone, el ítalo-argentino (2) paralizó el país cuando se hizo enterrar vivo en la esquina del Canal 5. Lo hizo 30 años antes que David Blaine lo hiciera en una propiedad de Donald Trump en Nueva York. El riesgo de Blakamán era mayor: dependía de logística nacional, y el probable pago atrasado de planillas del personal, según costumbre de ese canal, para ser desenterrado a tiempo.
Lo anterior llevó a una matrícula en el curso por correspondencia en la Escuela Mágica de Fu Manchú con sede en Buenos Aires. Puntualmente llegaban por vía postal sobres de manila con secretos inviolables según el juramento solitario del Código Mágico. Este secretismo del oficio tuvo su acta de defunción en setiembre de 1998, el día que nació Google. Actos exquisitos de ilusionismo, como el East Indian Needle Mystery, un clásico de Harry Houdini (3), han sido inmisericordemente expuestos en su más privada intimidad. Pero agotado el afán entrometido, la magia ha vuelto a ser revalorada en una dimensión mayor. Ya no importa cómo se hace un truco. Importa que se quiera seguir creyendo en él.
Por eso pagué una entrada que aún no sé cómo voy a pagar para ver hace unas semanas al dúo Penn & Teller en Nueva York. Presentaban su último truco, aún no del todo descifrado en Internet: piden un celular de alguien del público, lo desaparecen. Llaman a ese número. Timbra en medio de la platea. Viene de una caja bajo un asiento. Se abre la caja y hay dentro un pescado muerto rodeado de hielo. Su estómago timbra. Se abre el pescado en escena y el celular original aparece dentro. Sé cómo se hace. No voy a contarlo.
(1). Ahora uno se entera de que, también, eran manos argentinas (http://tinyurl.com/p9fhg6p).(2) Es decir, argentino.(3) No intente esto en casa: http://tinyurl.com/nnztkjd.