Vuelvo a Barcelona, donde viví una temporada entre 1998 y el 2003, después de varios años. Las ciudades cambian más rápido que los hombres, decía Baudelaire, y no estaba equivocado. La nostalgia me lleva a recorrer mi viejo barrio, el Eixample. El edificio en el que residía sigue en pie en el chaflán que forman las calles París y Enric Granados, pero el entorno no es el mismo. La brasería Trobador, que había en los bajos, ya no existe. Allí me senté innumerables veces a leer los diarios mientras mi hijo Blas se entretenía en una arena de juegos infantiles.
Me acerco al Jockey, el bar que frecuentaba la escritora Cristina Fernández Cubas, y lo encuentro cerrado. Fue aquí, en su terraza, donde una tarde se cayó para atrás Alfredo Bryce, con silla y todo, y se desmayó como consecuencia del golpe. Nos acompañaba el pequeño Blas, a quien habíamos ido a recoger de la escuela. Hacía buen tiempo y la gente no tardó en arremolinarse en torno al caído. Asustado, mi hijo exclamó: ¡Tío Alf, qué te pasa! Luego, para mi asombro y el de los curiosos, se inclinó, le tapó la nariz con dos dedos y le hizo respiración boca a boca. Como solo tenía 5 años, debía de haber visto una escena semejante en televisión (por lo pronto, ya había representado el ataque del 11-S a las Torres Gemelas con unos avioncitos de juguete y edificios que había ensamblado con Lego). Sea como fuere, lo cierto es que el accidentado que yacía inconsciente abrió los ojos, dejó de boquear y revivió para alivio de todos los presentes.
Blas y su “tío” tenían una buena relación, a pesar de que este último siempre había proclamado que no le gustaban los niños. Cuando Alfredo venía a la casa, el travieso Blas le deslizaba furtivamente una cucaracha de plástico en su vodka tonic. El agraviado, lejos de montar en cólera, sacaba al bicho de su vaso y lo metía en el zumo de naranja del provocador. Y así andaban todo el rato, tratando uno de coger desprevenido al otro y riéndose de sus fechorías.
Por desgracia, el suceso de la terraza llegó a oídos de la madre de Blas. Como temía, su reacción fue mayúscula. ¿Cómo diablos había permitido yo que sucediera tal cosa? Mi admirado cómplice de correrías podía ser todo lo ilustre que se quisiera, pero eso no justificaba en absoluto que nuestro hijo tuviera que aspirar sus miasmas espirituosas. En vano intenté argüir que el gesto oportuno y “profesional” del infante socorrista probablemente había impedido que el susodicho pasara a mejor vida. Este fue declarado persona non grata por tiempo indefinido, durante el cual, a falta del tío Alf, la cucaracha de marras terminó chapoteando en mi jarro de cerveza.
Deambulo como un fantasma por mis antiguas querencias, sin poder librarme de la sensación de que ya no pertenezco a la ciudad. El azar me reúne con dos novelistas catalanes, a los que se suma mi esposa, periodista mallorquina. Los tres han echado raíces en Lima y están de visita en Barcelona, donde han vivido y forjado sus carreras. Nos encontramos en el Canarias, un bar con solera de la plaza Real, contigua a La Rambla, y que siempre me agradó por sus viejas arcadas y altas palmeras. Según ellos, el nacionalismo galopante de Cataluña se ha tornado insoportable. En cambio, hablan con entusiasmo acerca de su experiencia limeña. A su juicio, la vida es más intensa y estimulante en el Perú porque resulta impredecible: cada día pueden ocurrir cosas insólitas, desde un terremoto hasta el derrumbe de un gobierno. Sí, allá todo es posible, admito, pero ¿a qué costo?
Una tarde salimos a comer con uno de los narradores. Elegimos el Jai-Ca, un bar de tapas muy popular de la Barceloneta, otrora barrio de pescadores. A medio almuerzo, el escritor me dice: “Hace rato que nos están mirando”. “¿Quiénes?”, le digo. “Los tíos de la otra mesa”, indica él. “Creo que se burlan de nosotros”, corrobora mi esposa. Como me encuentro de espaldas, no me he dado cuenta. Volteo y, en efecto, los tres comensales de la mesa vecina nos miran con cierta socarronería y una media sonrisa que me molesta. ¿Qué está sucediendo? Aunque han sido descubiertos, mantienen una actitud cachacienta. Siento que me empieza a hervir la sangre y, pese a que me digo: “Cuidado que se te salga el indio”, no puedo con mi genio y cojo la botella del vino de la casa, la golpeo con fuerza contra la mesa y los emplazo: “¡¿Qué pasa?! ¡¿Por qué nos miran?!”. Por suerte, la botella es un frasco especial de vidrio grueso y no se rompe. Los tipos se desconciertan, pero uno de ellos contrataca e intenta amedrentarme. Yo me encrespo y le replico no menos agresivamente. Por un momento, tengo la impresión de que vamos a acabar a silletazos. Una ráfaga de lucidez me alerta de que llevaríamos las de perder. Los contrincantes son unos 20 años más jóvenes que yo y, por otra parte, mi compañero de mesa solo es ducho en peleas de cómics. Contra todo pronóstico, uno de los insolentes recapacita y pide calma. Los ánimos se van serenando hasta que cesan las hostilidades. Luego, ellos se marchan.
No acabo de entender lo que ha ocurrido. De acuerdo con mis acompañantes, la única explicación es que los tipos se hayan picado por nuestra franca conversación sobre el independentismo catalán de los últimos años y la violencia inusitada que suscitó el llamado “procés”. ¿Y qué? ¿No se puede opinar libremente sobre el nacionalismo en la Cataluña de hoy? En mi estancia primera en Barcelona nunca tropecé con tanta intolerancia y obcecación.
Mientras caminamos por el puerto, conjuramos el incidente apelando al humor. “Si se hubiera desatado la pelea –me dice mi amigo escritor–, ¿te imaginas los titulares de los diarios de mañana?”: “Peruano loco arma trifulca contra independentistas en la Barceloneta”… Nos matamos de risa e ideamos otras frases sensacionalistas, cada una más hilarante que la anterior. Con todo, advierto que mi imagen de la Ciudad Condal se ha quedado empañada y no puedo evitar recordar las palabras proféticas de Raymond Chandler: “La vida es una palmada en el hombro hoy y un puñetazo en la boca mañana”.
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